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Surazo | 24/04/2025

Inhumanos envidiosos

Juan José Toro
Juan José Toro

La humanidad ha perdido recientemente a dos de sus elementos extraordinarios, y ojo que no estoy diciendo que hayan sido buenos o malos. “Extraordinario” significa “fuera del orden o regla natural o común” y tanto Mario Vargas Llosa como el Papa Francisco fueron eso: personas que destacaron, en sus diferentes campos, al extremo de que pasan a la historia con merecimiento propio.

Lo curioso, y preocupante, es la reacción de algunas personas al conocerse sus fallecimientos: “un facho menos”, dijo alguien respecto al escritor mientras que, en el caso del sacerdote, yo leí lo mismo en las inefables redes sociales: “un comunista menos”.

Si en algo están de acuerdo teólogos y científicos es que la muerte nos iguala a todos. No importa si somos anónimos o conocidos, ricos o pobres, altos o bajos, anodinos o poderosos, luego de la muerte nos pasará lo mismo: nuestros cuerpos acelerarán su proceso de deterioro y desaparecerán.

Y también es verdad de Perogrullo que los muertos no pueden defenderse, así que es una cobardía hablar de ellos.

En la historia de la humanidad hubo elementos, todos extraordinarios, que no solo le hicieron bien, como aquellos que descubrieron medicinas para las enfermedades, sino también otros que causaron tanto daño que fueron responsables de la muerte de millones de personas. En este último grupo podemos identificar, sin temor a equivocarnos, a Napoleón Bonaparte y Adolf Hitler.

¿Qué hubiera pasado si Napoleón o Hitler habrían muerto antes de tener el suficiente poder para causar la muerte de millones de personas? Lo más probable es que estas no hubieran muerto, pero eso no justifica que los fallecimientos de los aludidos sean motivo para alegrarnos.

La muerte nos iguala porque, al final de cuentas, los seres humanos somos iguales en el fondo: tenemos el mismo origen y codificación genética. Todos tenemos 23 pares de cromosomas, nuestra sangre es roja y nuestro cuerpo se deteriora con los años, aunque algunos fallezcan más temprano que otros. Cada ser humano es una máquina biológica perfecta y desear su daño o desaparición es una actitud definitivamente inhumana.

La antropóloga y poeta estadounidense Margaret Mead dijo que los seres humanos alcanzamos la civilización cuando aprendimos a curar los huesos de los otros y esa es una de las grandes verdades de la humanidad. Hasta antes de aprender a preocuparnos por los otros, no éramos humanos, sino animales, cánidos salvajes a los que Hobbes llamó homo homini lupus (“el hombre es un lobo del hombre”).

Pero mientras unos se preocupan por los otros, hay otros que siguen siendo lobos del hombre, aquellos que se alegran por la muerte de un ser humano, sin importar si este fue malo o bueno. Para esos lobos, Vargas Llosa fue un facho y Francisco un comunista. Para mí fueron seres extraordinarios que cambiaron el mundo a su manera y los que se alegran por sus muertes no son más que envidiosos que nunca igualarán sus logros y, por tanto, jamás llegarán ni a los callos de sus talones.

Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.



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