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Vuelta | 30/03/2021

Golpes a la historia

Hernán Terrazas E.
Hernán Terrazas E.

El problema de no haber escrito bien nuestra historia es que viene cualquiera, la reinventa y se instala la gran confusión.

A principios de la década de los 90 del siglo pasado, por ejemplo, a alguien se le ocurrió la brillante idea de afirmar que la hoja de coca que se cultivaba en el Chapare era tan sagrada como la de los Yungas.

Se sabía que esa hoja no servía ni para el acullico ni para las infusiones, pero ese era un tema menor. Lo sagrado venía a cuento nada más para encubrir el hecho de que la mayor parte del arbusto se destinaba a la fabricación de droga. Hasta canciones se hicieron para decir que a la "hoja de coca no se la toca" y aparecieron también furiosos grafitis urbanos con el mensaje "gringos erradiquen sus narices" o cosas peores.

Hubo incluso un gobierno que utilizó la coca como emblema de su diplomacia y, de pronto, la hojita devino en inocente símbolo de identidad y los cocaleros, Evo Morales entre ellos, en guardianes de lo ancestral, héroes y mártires de la ilegalidad transformada en causa soberana.

En Bolivia las deformaciones históricas son cosa de todos los días y siempre hay quien les saca provecho.

Así pasó con el gas. A mediados de los 90 nadie sabía a ciencia cierta cuánto gas había ni si el negocio con Brasil iba a funcionar. Es más, alguien dijo entonces que se había suscrito un contrato entre un país que no sabía si tenía las reservas suficientes del hidrocarburo y una potencia regional que no había comenzado a cambiar su matriz energética. Más bien que hubo confianza, porque de lo contrario a estas alturas las cosas serían todavía más difíciles.

Pero en torno al gas también se tejieron historias para justificar insurrecciones. Así como hoy se habla de golpe, a principios del nuevo milenio se decía que para llegar al mercado de Estados Unidos el gas boliviano iba a salir por un puerto chileno. La idea no era mala si el objetivo era provocar incendios. No sólo se utilizaba al enemigo histórico, sino también al "imperio" para exacerbar el chauvinismo interno y volcarlo hacia las calles.

Y Evo Morales, que hasta ese momento sólo sabía de coca, se convirtió en un teórico de la geopolítica del gas y en el paladín de la soberanía: defensor de la coca frente a la agresión imperial y guardián de los recursos naturales frente al "invasor" de 1879. Sena-quina.

Y lo peor de todo es que este episodio quedó registrado como la "guerra del gas", pese a que nunca se decidió que el gas pase por Chile y tampoco se cerró acuerdo alguno con Estados Unidos, salvo un memo de buenas intenciones que tranquilamente podría ocupar un lugar de preferencia en nuestro museo de las frustraciones. Fue, eso sí, una batalla por el poder con el pretexto del gas.

Al final de la "guerra", las bajas fueron más de medio centenar y un Presidente tuvo que huir –no sería el último– para que llegue la calma.

De la historia, lo que conviene y lo que no es útil, se reinventa. Y si no, basta ver lo que sucedió con el político mirista cruceño y expresidente del Congreso, Hormando Vaca Díez.

El 17 de mayo de 2005, Vaca Díez promulgó la nueva Ley de Hidrocarburos, que aumentaba a casi el 50% la carga impositiva para las empresas petroleras, un paso trascendental hacia el objetivo de lograr que los bolivianos fueran los principales beneficiarios de la exportación del gas.

A Vaca Díez no sólo no se le reconoció que había tomado una decisión valiente y patriótica, sino que meses después, cuando pudo haber asumido constitucionalmente la presidencia por sucesión, tras la renuncia del presidente Carlos Mesa, se le bloqueó esa posibilidad y la elección recayó en el último eslabón de la cadena sucesoria, el presidente de la Corte Suprema, Eduardo Rodríguez Veltzé.

Al año siguiente, en mayo de 2006, el presidente Evo Morales decretó la nacionalización de los hidrocarburos, una versión un poquito maquillada de lo que fue la Ley Vaca Díez y se llevó sin justicia todos los méritos. La historia quedó escrita así, aunque no fuera cierta y el "héroe" fuese otro.

Y del golpe ni hablar. La historia, la de verdad, dice que Evo Morales y su vicepresidente Álvaro García Linera renunciaron agobiados por la presión cívica, que luego renunció la presidenta del Senado, Adriana Salvatierra, y más tarde el presidente de Diputados, Víctor Borda.

También renunciaron los primeros vicepresidentes del Senado, Rubén Medinacelli, y de Diputados, Susana Rivero. Eso obligó a que, constitucionalmente, le correspondiera asumir en sucesión estricta a la segunda vicepresidenta del Senado, Jeanine Añez. Hasta ahí lo real.

De nada sirvió que Morales reconociera en sus memorias que se fue por su gusto, que Salvatierra hubiera dicho que nadie la presionó, que Borda eligió ese camino por temor, que el propio presidente Arce hubiera admitido en una entrevista que el de Jeanine Añez era un gobierno constitucional de transición.

Las evidencias, los argumentos, no sirven. La historieta reemplazó a la historia e incluso, esto ya fue la cereza en la torta, se buscó una causa que fuera más allá de las fronteras, una conjura internacional, un desembarco de piratas contemporáneos, un enemigo imperial, una corona, la británica, que formó parte de una nueva guerra, la del litio, el recurso natural que aparecía en el fondo de la trama golpista.

La historieta del golpe se volvió enredada. No se sabe si Arce es en realidad el que dijo que el gobierno anterior fue de transición constitucional o el que ahora defiende la teoría del golpe. El propio Morales seguramente estará pensando en una versión corregida de sus memorias, para eliminar sus contradicciones y la reina Isabel habrá consultado con el Primer Ministro Boris Johnson si en realidad Gran Bretaña tuvo que ver con el “golpe del litio”.

Es esta esquizofrenia histórica la que nos sumerge en muchas dudas. ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? ¿Será que somos parte de una fábula? ¿Será que desde el principio nos engañaron, que Túpac Amaru nunca dijo que volvería convertido en millones, que Murillo no dejó ninguna tea, que no fuimos la hija predilecta del Libertador y que lo que en realidad dijo Eduardo Abaroa en el puente del Topater fue “me rindo, llévense a mi abuela, Carajo”? A estas alturas, todo es posible. Son golpes a la historia.

Hernán Terrazas es periodista.



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