El reciente anuncio de la construcción de una valla de 200 metros sobre territorio argentino, en la frontera entre Bermejo, Bolivia, y Aguas Blancas, Argentina, ha desatado no solo una nueva crisis diplomática, sino una exasperante danza de declaraciones, desencuentros y frustración, que deja al descubierto una diplomacia que se arrastra como una sombra vacilante.
Lo que podría haberse tratado con la celeridad y sutileza que exige la vecindad internacional, se convirtió en un escenario de rencores acumulados, intereses cruzados y, sobre todo, una palpable desconexión entre las naciones involucradas.
Las autoridades de ambos países han ido haciendo piruetas verbales sobre un tema tan sencillo como la valla, aunque lo que está detrás de este muro no es tan solo concreto y alambre, es el narcotráfico, esa presencia ominosa que sigue marcando el pulso de las relaciones bilaterales.
La reacción inmediata de la Cancillería boliviana, que emitió un comunicado de preocupación, no fue sino un acto tardío y torpe, más propio de una improvisación que de una respuesta diplomática madura. Las relaciones internacionales, como todo campo minado, requieren de pasos calculados, no de declaraciones que suenan más a excusas que a una propuesta de solución. En lugar de recurrir a los canales diplomáticos, se optó por una salida pública y rimbombante, algo que, por lo general, solo se hace cuando los intentos de negociación han sido desbordados por los nervios o la falta de ideas.
La pregunta pertinente aquí no es si la valla es justa o injusta, sino por qué Bolivia se enteró de esta medida por los medios y no a través de sus diplomáticos en Buenos Aires o su equipo consular en Salta. Si uno ocupa un cargo de relevancia en el exterior, su primera obligación es, precisamente, estar al tanto de todo lo que sucede en su país anfitrión, sobre todo cuando esos sucesos afectan directamente a los intereses nacionales. Que esto no haya sucedido es indicativo de una falta alarmante de proactividad en la impostora diplomacia boliviana.
Lo cierto es que la construcción de esta valla no es más que la manifestación física de un conflicto mucho más profundo. La ministra argentina de Seguridad, Patricia Bullrich, informó sobre la incautación de 362 kilos de droga en la frontera, junto con la detención de tres ciudadanos bolivianos durante los operativos antinarcóticos. Estas cifras no son simples estadísticas casuales, son la cruda realidad de un narcotráfico que trasciende las fronteras y que, indudablemente, afecta la seguridad de Argentina.
Las autoridades de ese país, al igual que el presidente Javier Milei, han defendido estas acciones, presentándolas como un recurso legítimo de proteger a sus ciudadanos del narcotráfico que llega desde Bolivia. El “Plan Güemes” no es un simple capricho de control fronterizo, sino una respuesta a un problema real y urgente, aunque la diplomacia boliviana parece aún estar atrapada en su red ideológica, negando la magnitud de la situación.
Por otro lado, el ministro de Gobierno, Eduardo del Castillo, restó importancia a la construcción de la valla, minimizando su impacto al señalar que los 200 metros de alambrado no eran significativos en relación con la longitud total de la frontera. Esta postura no solo resulta despectiva, sino que refleja un desdén por la preocupación de la Cancillería y, lo que es peor, un alejamiento de la realidad internacional. Mientras Bolivia se empecina en descalificar las acciones argentinas, el mundo sigue observando cómo el narcotráfico, lejos de ser erradicado, crece a la par que la impotencia de la gestión frente a este flagelo.
Pero la cuestión no se limita a las drogas. Ambos países enfrentan también el problema del contrabando, una actividad que ha persistido a través de los años y que sigue siendo un foco de tensión en la región fronteriza. Los mecanismos de diálogo bilateral han quedado rebasados por las diferencias políticas que se reflejan en el ámbito diplomático, algo que no hace sino empeorar la situación. La realidad es que, mientras ambos gobiernos se enfrascan en una lucha ideológica, los problemas concretos continúan sin solución.
Bolivia, parece empeñada en defender una política contra el narcotráfico con muchos datos estadísticos favorables, pero con una realidad escabrosamente visible que opaca los números. La comunidad internacional observa con creciente preocupación cómo el narcotráfico se convierte en un espectro cada vez más visible en la imagen del país.
¿Acaso no es hora de que Bolivia se enfrente a la realidad y comience a dialogar de forma pragmática con sus vecinos, dejando de lado la ideología y apostando por soluciones efectivas? Las diferencias ideológicas entre los gobiernos de Bolivia y Argentina no deberían ser un obstáculo para una cooperación práctica y efectiva, especialmente cuando se trata de la seguridad de ambos pueblos. Es hora de que Bolivia deje de mirar hacia otro lado y se enfrente, con humildad y responsabilidad, a los problemas que afectan al país y a los vecinos. La retórica ya no es suficiente. Se necesita acción concreta, diálogo directo y una visión compartida para resolver los desafíos comunes que aquejan a la región.