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Vuela el pez | 25/11/2020

Fraude y golpe, la guerra de los términos que no alcanzan

María Silvia Trigo
María Silvia Trigo

Las palabras todavía no encuentran un lugar. A un año de la crisis política que terminó con el gobierno de Evo Morales, la pugna de narrativas por ganar este episodio histórico parece haber llegado a un punto muerto. No es un tema menor: las narrativas son las diversas interpretaciones que se dan sobre los hechos, es cómo se los cuenta, es la historia que quedará de aquellos días.

Simplificando al mínimo, hay dos visiones de lo que pasó. Unos defienden que hubo “fraude” y otros, “golpe”, como si estos eventos fueran excluyentes y no pudieran coexistir. De hecho, ninguna de las dos definiciones alcanza para entender la Bolivia del último tiempo, ambas tienen elementos que las sostienen y pueden haber sido parte de un mismo fenómeno (o no).

La tesis del fraude es quizás menos cuestionable, si se entiende que éste empezó cuando Evo Morales quiso desafiar los límites del poder vulnerando su propia ley y que la votación de 2019 es solo el capítulo final de una cadena de sucesos en busca de ese objetivo: empezó con el referendo de 2016 que perdió, siguió con el argumento del derecho humano a la reelección perpetua, luego con las inservibles elecciones primarias y remató con la votación de octubre de 2019. Solo en procesos electorales, el deseo de Evo Morales le costó al país 410 millones de bolivianos. Esto sin mencionar que en 2014 ya forzó un tercer mandato consecutivo interpretando a su favor que su primera gestión no contaba porque había otra constitución vigente.

Sin embargo, el fraude de las elecciones que muchos dan por hecho, todavía está en investigación y no ha sido probado. Ni siquiera el informe de la Organización de Estados Americanos al que muchos apelan menciona esa palabra y no deja de ser llamativo que un año más tarde, el partido que supuestamente hizo fraude para arañar el 47% de votos, consiga más del 55% con un Tribunal Supremo Electoral probo e independiente, en una elección avalada por todos los organismos internacionales de referencia electoral.

La tesis del golpe es más compleja. Los golpes del Estado no necesariamente tienen que ser a punta de balas y tanques en las calles (aunque lo hubo después) porque las formas evolucionan al igual que los conceptos. No por nada en las últimas décadas varios países de América Latina han debatido sobre la definición de golpe de Estado.

En el caso boliviano hay elementos que sostienen esta versión, como el hecho de que las fuerzas policiales se hubieran amotinado y las fuerzas armadas hubieran sugerido la dimisión de su capitán general. Esto se agrava con la declaración de Luis Fernando Camacho que dijo que su papá “cerró con los militares para que no salgan” a controlar las manifestaciones y nadie del alto mando lo refutó. Es ingenuo creer que éste fue un acto de solidaridad “con el pueblo” como se dijo en el momento. Tampoco parece muy democrático que quien asumiera el gobierno se autoproclamara (“asumo de manera inmediata la presidencia del Estado prevista en el orden constitucional y me comprometo a tomar todas las medidas necesarias para pacificar el país”, Jeanine Añez 12/11/2019) frente a un congreso casi vacío. Ni que en nombre de la paz, murieran a bala más de treinta personas bajo el manto de la impunidad al Ejército. Ni todo lo que vino después.

Pero también hay argumentos en contra. Un golpe implica la destitución de un gobierno para la toma del poder y en Bolivia ocurrió lo contrario: hubo 48 horas sin gobierno. De hecho, quien asumió la presidencia es alguien que no había tenido un papel protagónico en las movilizaciones poselectorales y que estaba por retirarse de la política. Las renuncias de los primeros mandatarios, y los demás sucesores al cargo, son otro elemento que debilita la tesis del golpe, al igual que el visto bueno que dio a la sucesión el Tribunal Constitucional.

Por otro lado, esta versión desconoce el levantamiento, en su mayoría pacífico, de cientos de miles de personas que en función a sus convicciones políticas protestaron en las calles durante 21 días. Pero esa rebelión popular también se puede superponer con la tesis del golpe. La pregunta es si el desenlace hubiera sido el mismo sin el apoyo de las fuerzas del orden, posiblemente no.

Un elemento en común en estos dos fenómenos es que ambos podrían ser posibles gracias a la débil institucionalidad del país. Solo así se explica que alguien pueda manipular leyes para perpetuarse en el poder o “cerrar” con los militares para que desobedezcan al presidente. De momento, esa es una de las cosas que podemos ir anotando: hay que poner en pie la institucionalidad del país si no queremos repetir experiencias parecidas. Le conviene a los dos lados de la historia.

Los dos argumentos –fraude y golpe– son absolutamente compatibles y ninguno alcanza para contar todo lo que pasó ni para negar la existencia del otro, por lo que quedarse atascados en esta discusión sin fin resulta inútil.

Hace falta repasar objetivamente los hechos y analizar otras definiciones para escribir una nueva narrativa, pero eso no será posible mientras sigamos creyendo que el mundo es blanco o negro. Quizás la perspectiva que da el tiempo algún día nos ayude.

María Silvia Trigo es periodista.



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