En la década de 1920 había un buen señor, boliviano, dentista, que
vivía en Buenos Aires. Hombre de relativa fortuna, su prestigio y relaciones le
permitieron estar entre los fundadores y dirigentes del Partido Republicano
Genuino, junto y en competencia con Daniel Salamanca. Era José María Escalier. Su
palabra pesaba y acaparaba titulares. Candidateó a la presidencia de Bolivia…
desde su consultorio en Buenos Aires. Claro, le fue mal.
Y es que no se puede pretender la silla presidencial si no se está conectado con las complejidades de la realidad nacional. A los que aspirábamos a un hábitat político en el que predomine la moderación, el respeto mutuo, la institucionalidad, la alternabilidad, la separación de poderes, en una palabra, el Estado de Derecho, nos han dado un batacazo. Somos José María Escalier.
En 2020, muchos erramos en nuestra visión y diagnóstico de país. No había sido que siete de cada 10 bolivianos rechazaban al MAS. Con 55 de cada 100 bolivianos que votaron por el MAS y 45 que no lo hicieron, las piezas cayeron en su sitio. Y Mesa cayó entre los pesos welter, en los veintes, junto a Tuto y Samuel.
Lo nacional-popular se impuso como ideología nacional sobre la sempiterna aspiración liberal, que quedará para el futuro. El MAS encarna la ideología predominante, con o sin Evo Morales.
Es una victoria que adquiere visos de contundente, demoledora y desconcertante si se toma en cuenta el telón de fondo de la triunfante revolución de las pititas de sólo un año atrás.
En 2020 no se puede aducir con seriedad fraude electoral. A diferencia de 2019, este año el TSE no estuvo hecho a medida del candidato oficialista, porque no lo hubo. Los que critican a Salvador Romero por no haber eliminado la sigla del MAS (que cometió fraude del año pasado), ¿creen acaso que con la sigla hubieran desaparecido por arte de magia los electores del MAS?
Los 26 puntos de distancia entre el ganador y el segundo implican una sobreposición de placas tectónicas. Para los perdedores es una derrota en toda la línea; en el futuro mediato ninguna propuesta alternativa se podrá construir sobre otros valores que no sean lo nacional-popular.
La aceptación de esta derrota, infligida según las reglas de la democracia, debiera marcar el inicio de la reconciliación. Pero se va atisbando el ánimo de los vencedores con anuncios de juicios, la elaboración de listas negras, la torcedura de las leyes a su favor en el último minuto y otros elementos preocupantes.
El Presidente electo, ¿será él mismo, o resultará abrumado por las dimensiones históricas y el aparato del Jefazo? ¿Cuál es su posición sobre la hoja de ruta marcada por Morales, en cuanto a milicias armadas, medios de comunicación estatales “fuertemente convencidos” y la ideologización de las FFAA? ¿Cuál es la posición del Presidente electo sobre la división de poderes y la alternabilidad?
Debo a mis lectores una digresión: Los detractores de mi libro “21 días de resistencia” aseguran que su lugar es el basurero de la historia. Y, sin embargo, cada palabra sigue siendo cierta. La obra retrata ese momento histórico con fidelidad. Los hechos de octubre y noviembre de 2019 no han cambiado ni cambiarán sólo porque el resultado de las elecciones de 2020 haya sido diferente al que se esperaba. Hubo fraude y levantamiento popular en 2019. No lo hubo en 2020.
Caerá un pesado telón delante de los 21 días de resistencia. La historia oficial querrá imponer su versión de golpe de Estado. Pero ese acto heroico de una mayoría de la sociedad boliviana, a lo largo y ancho de todo el país, que protegió la democracia, debe ser recordado. En detalle y con fidelidad.
Robert Brokmann es periodista e historiador.