Hay un axioma en economía que es como una sentencia judicial, con pocas posibilidades de apelar: “Cuando los agentes económicos mantienen perspectivas optimistas no siempre aciertan, pero cuando se generaliza el pesimismo es mucho más probable que se materialice”.
Lo que estamos viviendo en Bolivia, desde una visión psicológica y sociológica –más allá de la económica– es una profecía autocumplida. Un fenómeno social que se produce cuando las creencias y expectativas colectivas influyen en la realidad y contribuyen a que se cumplan. No solo hay señales y variables fácticas que indican que estamos camino al despeñadero, sino que los conductores de la nave del Estado se niegan a creer las advertencias de su tablero de control.
Todos los indicadores económicos señalan que hay que tomar medidas para revertir la precaria situación de las finanzas del país –que van más allá de la falta de divisas o escasez de combustibles–, pero, el Gobierno se niega a asumir el costo y el desgaste político que significaría reconocer el fracaso de su modelo y hacer los ajustes estructurales que la coyuntura demanda.
En lugar de tener la valentía para hacer un diagnóstico sincero y tomar las medidas correctivas que hacen falta, prefiere apostar a ganar tiempo, a postergar cualquier decisión para después de la elección; y si hay que asumir algún costo, dejar que el pueblo –a través de una consulta– se haga responsable de las decisiones que no se atreve a asumir.
Mientras tanto, y producto de esa pérdida de confianza en un liderazgo que muestra indeterminación y debilidad, se anticipan acontecimientos temidos, y se acaba colaborando –de una manera indirecta–, a que las fatídicas predicciones se cumplan. Las crisis tienen componentes estructurales económicos y financieros; pero, también su gestación responde a desequilibrios en las expectativas. Las expectativas inconscientes influyen en las acciones y comportamientos, haciendo que la predicción inicial se haga realidad, este es el efecto Pigmalión, la profecía autocumplida.
El pesimismo se ha generalizado. Así como las persistentes gotas de lluvia pueden acabar horadando la piedra, miles de mensajes, memes, chistes, noticias, historias, comentarios y especulaciones apocalípticas generan un sentimiento colectivo de desazón y desesperanza. Es casi imposible mantener la alegría y la fuerza en un estado permanente de catástrofe. La reiteración de mensajes negativos ahonda en la desesperanza, debilita el espíritu de lucha y reivindicación, frustra las expectativas y el deseo de cambio.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su breve ensayo “El espíritu de la esperanza”, señala que lo que aniquila la esperanza es el miedo. El miedo nos cierra puertas y nos roba la libertad e imposibilita que nos pongamos en marcha. Una persona, o en este caso, una colectividad con miedo es incapaz de organizar y crear su propio futuro. La esperanza debe nacer de la proactividad y el trabajo que despleguemos para conquistarla. Es un sentimiento que nos hace poner en marcha. Nos brinda sentido y orientación. La esperanza asume que todo es temporal y es solo cuestión de tiempo, y esfuerzo personal y colectivo, para salir de un mal trance. Todo mal momento es solo un capítulo de la historia. El próximo puede ser distinto. Con las acciones adecuadas, los acontecimientos y las circunstancias cambiarán.
Winston Churchill, con esa característica flema inglesa, dijo alguna vez: “Si estás pasando por un infierno, sigue adelante”. Todo, lo bueno y lo malo, es provisional, como la vida misma.
Alfonso Cortez es comunicador social.