Quienes –por razones familiares–, hemos estado siguiendo de cerca las noticias de los efectos del temporal en el levante español, que ha dejado –más de dos centenares de víctimas mortales y muchos pueblos valencianos arrasados por el agua y el lodo–, no podemos dejar de emocionarnos por esa marea humana de solidaridad con los afectados de la tragedia.
Un río incesante de personas –la mayor parte, bastante jóvenes– con cubos, escobas, palas, comida y botellones de agua caminan kilómetros para ayudar a quienes lo han perdido todo bajo el lodazal. Es la gente común ayudando a otras gentes que no conoce, vecinos velando por sus vecinos. Una impresionante solidaridad movilizada que, de manera espontánea, se alista y organiza un ejército vecinal sin uniforme.
Conmueve –hasta las lágrimas–, presenciar a miles de voluntarios pisar las calles embarradas y ofrecer su esfuerzo físico para intentar reparar, en algo, el desastre provocado por el fango que lo ha cubierto todo. Estas acciones y muestras de solidaridad, sin esperar nada a cambio, redimen a la especie humana en tiempos inciertos y de poca esperanza.
De alguna manera, y salvando las diferencias, es esa misma solidaridad que uno percibe con las rifas y kermeses que se organizan en Sucupira, para colaborar en la atención médica de algún enfermo; en la reconstrucción de una vivienda, después de un incendio o una inundación; en la recaudación de fondos, para que un deportista pueda cubrir los costos de participación en un evento en el exterior; o cualquier necesidad, que no es resuelta ni atendida por fondos públicos.
Estas acciones –voluntarias y desinteresadas–, las relaciono con algo que leí sobre Margaret Mead (1901-1978), una antropóloga estadounidense que, a través de sus estudios sobre las culturas primitivas, demostró que “las diferencias en las formas de comportamiento humano no son debidas a diferencias innatas entre los individuos, sino que son el resultado de la influencia de la cultura en el desarrollo individual”.
En una conferencia de esta afamada antropóloga, un estudiante universitario le preguntó cuál consideraba que era el signo más antiguo de civilización en una cultura. El auditorio esperaba que la conferencista hablara de lanzas, ollas de arcilla o piedras de moler. Pero no, Mead respondió que el primer signo de civilización en una cultura antigua era un fémur que había sido roto y luego curado.
La antropóloga explicó que, “en el reino animal, si te rompes una pierna, mueres. No puedes huir del peligro, ir al río o beber o buscar comida. Eres una presa fácil para los depredadores y saqueadores. Ningún animal sobrevive a una pierna rota el tiempo suficiente para que el hueso se cure. Un fémur roto y curado es evidencia de que alguien se dio al trabajo de quedarse con quién se lo rompió, apretó la herida, lo llevó a un lugar seguro y ayudó a recuperarse”. Mead afirmó que “ayudar a alguien necesitado es donde comienza la civilización de nuestra especie”.
El verdadero indicio de humanización no fue el dominio del fuego o la invención de herramientas, sino la sanación de las heridas sociales. Mead sostenía que el primer acto de humanización fue cuidar a los enfermos, simbolizado por el hallazgo de un fémur roto y curado en un fósil humano. Este acto significaba integrar a un ser humano vulnerable en un grupo social, marcando el inicio de la ética y el humanismo. “Una cultura ideal es aquella que crea un lugar para cada ser humano”, afirmaba Mead, subrayando la importancia de una sociedad inclusiva y solidaria.
En tiempos de incertidumbre y polarización, la esperanza debe basarse en principios sólidos como la ética. Mead creía firmemente que “nunca hay que depender de instituciones o gobiernos para resolver ningún problema. Todos los movimientos sociales están fundados, guiados, motivados y vistos por la pasión de los individuos”. En un país donde la desigualdad y la corrupción prevalecen, la solución no reside solo en cambios legislativos o administrativos, sino en crear una conciencia empática y solidaria que cure todas las fracturas de nuestra sociedad, de nuestra especie.
Alfonso Cortez es comunicador social.