El otro día que participaba en una amena charla de un ruedo de amigos, hice algo que repito con mucha frecuencia: me mantuve en silencio, tomé algo de distancia de los temas que se abordaban, y en lugar de focalizar mi atención en el fondo del parloteo, me distraje anotando mentalmente las formas, las palabras, las expresiones y todos los detalles idiomáticos que adornaban la discusión. Además, de los muchos modismos y regionalismos, percibí que la conversación estaba plagada de neologismos, esos vocablos nuevos o recién inventados.
Es increíble la cantidad de neologismos que utilizamos para comunicarnos. Los términos neológicos —más allá que a los conservadores y puritanos del lenguaje les fastidie—, enriquecen la lengua, incluso los que se acarrean del inglés (anglicismos). Según el Manifiesto de Madrid, un documento firmado por un grupo de lingüistas, lexicólogos, traductores y pedagogos de los principales países hispanohablantes, “se necesitan producir al año unas tres mil palabras nuevas si se pretende tener un idioma vivo y moderno”, o simplemente para nombrar con cierto rigor –sin utilizar el dedo índice–, los objetos del mundo en el que estamos dando vueltas por el universo.
No tengo las herramientas para evaluar la eficacia en la comunicación, o hacer un análisis de valores a través de las palabras, o si éstas mejoran o empeoran el estilo o el mutuo entendimiento, lo que pretendo es simplemente rescatar algunos de estos términos que, de tanto repetirlos, forman parte del repertorio de una región, así no hayan sido recogidos por ninguna academia de la lengua.
Es difícil rastrear quién inventó nuevos términos, así que yo quiero creer que fue un amigo Piñata al que escuché por primera vez, nuncamente; y ahora, ese vocablo es tan popular que ya han aparecido otros similares, como mismamente, capazmente. En la entretenida tertulia, no faltaron las burlas, bromas pesadas y comentarios ofensivos que, como si de usuarios anónimos de internet se tratara, se troleaban unos a otros. Y en el peor de los casos, se ninguneaba al blanco más débil; o se lo puenteaba; es decir, se lo saltaba o ignoraba en la conversación. Para decirlo más claramente: se lo caracheaba.
Los más tecnológicos confesaban que guglean y estokean a sus jóvenes pretendientes y las afuerean o bloquean si les parecen engañifles. Algunos se dicen jichis para clikear y loguear en páginas escabrosas sin dejar huellas. Una gran mayoría aceptaban que les costó hacerse selfis y no querían postear sus fotelis para evitar que les digan figuretis. A más de uno, ya lo habían jaqueado. Otros, admitían que no tenían las agallas para tiktokear y preferían feisbukear y likear, aunque el guasapeo y el chateo los tenía droguis y embalados de la contentura; y calentura, debo añadir.
Cuando los temas comenzaron a ser picantes, y estos señores de la tercera edad advertían de las habilidades de ciertas féminas que los shugardean y que podrían tumbarlos, apareció el término nalguear, que no es precisamente dar palmadas en las nalgas. Al final de una de esas acostumbradas charlatanerías picarescas –casi obscenas–, alguien, bien fichinga, con incredulidad, soltó una sonora expresión que causó una risotada general: ¡naquewer!
La irrupción de vocablos inéditos es producto de nuestra necesidad de rellenar la realidad con significados compartidos –no siempre inocentes–, que intentan nombrarla, explicarla o comunicarla a nuestros interlocutores. Los seres humanos jugamos para estimular nuestro desarrollo cognitivo y para profundizar apegos y experiencias afectivas con nuestros pares. No toda la realidad es lenguaje, pero jugar con el lenguaje puede ser un modo de intervenir o crear esa realidad.
Alfonso Cortez es comunicador social.