Una de las máximas de mi vida tiene que ver
con la necesidad de decir “no” a las cosas que parecen ser “sí”. Esa es la
principal exigencia al pensar. ¿Por qué recordar esta máxima filosófica precisamente
en este instante? Pues por una razón elemental: cuando algunos medios,
seguramente la mayoría, dicen que el señor “A” es malo, lo más sensato es decir
que quizás no lo sea o ver cuán malo es. Pero se debe tratar de encontrar un
área gris que explique mejor la situación.
Es aquí donde me atrevo a plantear la tesis del politólogo peruano Martín Tanaka: el problema del coronavirus que se visibiliza y se ha visibilizado en Bolivia con singular claridad no tiene que ver con la corrupción. O si tiene que ver con la corrupción es solo como efecto de una serie de problemas previos, en cuyo caso la corrupción es sólo el desenlace final, pero no el comienzo mediático tan aplaudido.
¿Qué plantea Tanaka? Este analista afirma que hoy tenemos un Estado necrosado. Plantea, en ese sentido, la necesidad de aprovechar la pandemia, remover el Estado necrosado y crear un nuevo Estado. Pero, ¿qué es un Estado necrosado? Es un Estado putrefacto, vetusto y carcomido. Eso es. Y eso se entiende mejor cuando apelamos al ministro de salud y a la corrupción.
A ver: hecho 1, un Ministerio compra productos con 2.000 bolivianos de sobreprecio; hecho 2, el ministro, según los medios, ha montado un equipo de consultores, todos mafiosos; hecho 3, todos los políticos se lanzan contra el acusado sin la menor prueba, los impulsa la inmensa felicidad de restar votos y/o anular al partido gobernante; hecho 4, el ministro debe ir a la cárcel ya mismo; hecho 5, el gobierno tiene que renunciar porque la corrupción es gigantesca. He ahí un relato perfecto.
Si cambiamos el chip y pensamos con el Estado necrosado en mente, los hechos cambian. A ver: hecho 1, un Ministerio compra productos con 2.000 bolivianos de sobreprecio; hecho 2, el ministro tiene un equipo variado, gente del gobierno anterior que parece conocer los procedimientos y funcionarios nuevos que aprenden de los que conocen los procedimientos; hecho 3, el ministro tiene una misión: rescatar vidas y debe hacerlo del modo más rápido posible; hecho 4, las normas (las famosas leyes Safco) establecen un periodo mínimo de cuatro meses para contratar los equipos que se requieren para salvar esas vidas, pero las vidas deben ser salvadas hoy y el contrato debe firmarse recién en 120 días; hecho 5, el ministro, cuyo objetivo es salvar vidas, ordena que se hagan las compras ya debido a no se puede esperar esa desproporcionada e ilógica cantidad de días para firmar contratos.
¿Qué observamos? Pues que la norma es lenta, ha sido concebida para un periodo sin coronavirus. El problema es claro: el Estado y su pesadez, y más aún, el Estado creado por el MAS es lento, torpe e infame. El Estado boliviano heredado es pues un Estado necrosado.
¿Y el ministro? No sé cuán honesto haya sido su comportamiento, pero sí sé que era como un excelente piloto manejando un auto viejo. ¿Y quieren que el señor maneje ese cacharro a 150 kilómetros por hora para llegar a la meta cuanto antes? Se los voy adelantando, es imposible. No se puede, a no ser que coloquemos un motor nuevo. ¡Pero eso es ilegal! Me importa un carajo, ¡hay que salvar vidas, así que pongamos el motor nuevo YA!
¿Está claro? No, no lo está. Los medios quieren vender y la mejor forma de hacerlo es destapando escándalos; los políticos de la oposición (o, mejor dicho, los benditos asesores de campaña) saben que con sus denuncias tienen una oportunidad enorme de crecer electoralmente; y el propio partido de gobierno, lejos de buscar la transparencia, sólo quiere evitar el contagio: “no somos corruptos, metan a ese señor a la cárcel”.
Es este el Estado necrosado. O, lo que es peor, es el alargamiento de la vida del Estado necrosado. ¡Larga vida, pues, a ese monstruo maltrecho que consolidó el MAS! Los “luchadores por un mundo transparente” al final le hacen el juego al MAS. Sepámoslo: entrarán algunos a la cárcel, pero el Estado posiblemente sea el mismo y nuestros problemas, peores.
Diego Ayo es cientista político.