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Posición Adelantada | 05/07/2021

Equidad, diversidad e inclusión: Lobos disfrazados de ovejas

Antonio Saravia
Antonio Saravia

Brújula Digital|05|07|21|

Suenan tan bien que son irresistibles. ¿Podría alguien con algo de corazón oponerse a ellas? ¿Arriesgándose, además, a despertar la impecable furia progresista? Porque, claro, cuestionar las bondades de la equidad, la diversidad y la inclusión en estos tiempos revueltos te garantiza la reprobación general y una larga retahíla de insultos. Por lo bajo te dirán ¡racista!, ¡homofóbico!, y el consabido ¡facho retrógrado!

¿Pero qué le vamos a hacer? La honestidad intelectual es igual de implacable y no permite que nos rindamos ante las malas ideas por más populares que estas sean. El espíritu crítico siempre revela a los lobos disfrazados de ovejas.

Empecemos por la equidad. La noción moderna de equidad es una noción política de justicia. Siguiendo la vena de John Rawls (justice as fairness), cientistas sociales y organizaciones multilaterales definen la equidad no como la distribución igualitaria del ingreso, sino como la “justa” distribución del mismo. Equidad e igualdad no son, por lo tanto, la misma cosa. La igualdad requiere una consideración meramente cuantitativa. Si este año producimos $100 en un país de 20 personas, pues a cada uno le toca $5. La equidad, en cambio, incluye una consideración moral subjetiva. Los $100 no se reparten necesariamente de manera igualitaria, sino de acuerdo al concepto de justicia de quien esté encargado de repartir, i.e. el gobierno.

Y por eso es que la equidad es una noción política de justicia. Un gobierno puede decidir, en nombre de la equidad, que es “justo” que aquellos que necesitan más reciban más. Otro podrá decidir que es “justo” que aquellos cuyos antepasados sufrieron maltratos reciban más. Otro podrá decidir que es “justo” que aquellos con orientación sexual distinta reciban más. Y así. En lugar de que uno coseche lo que sembró, es decir, que el ingreso fluya a aquel que invirtió, se esforzó y produjo algo que el resto de la sociedad quiso comprar, los políticos usan la idea de equidad para redistribuirlo de acuerdo a su particular concepción de sociedad. Los objetivos políticos mandan, entonces, sobre el mérito y los derechos de propiedad privada individual. El lobo debajo del disfraz está siempre al acecho.

La diversidad, por otra parte, es definida por las Naciones Unidas como la variedad de características en un determinado grupo en términos de raza, etnicidad, género, orientación sexual, edad, clase social, religión, etc. En teoría, la diversidad es un llamado a no discriminar y fijarse en méritos a la hora de formar grupos antes que en circunstancias personales u opciones culturales. Es decir, es un derecho negativo o de no interferencia. Hasta ahí el disfraz de oveja. En la práctica, sin embargo, la idea de diversidad ha generado una serie de reglas y leyes que fuerzan a los grupos a ser diversos en lugar de dejar que eso sea una decisión voluntaria y espontánea. Ahí están los cupos para mujeres, determinadas razas, condición social, etc. En nuestro país, por ejemplo, a nombre de la diversidad, los partidos políticos deben presentar listas con un mínimo de 50% de mujeres. Y ahí es que descubrimos al lobo. La diversidad pasa de ser un derecho negativo a uno positivo. En lugar de promover la no discriminación, obliga a los grupos a elegir en base a características específicas. Y el problema es que al forzar a los grupos a ser diversos, ya no podemos garantizar que se elijan a los mejores. Si, por ejemplo, debemos elegir 10 candidatos y en el ranking de los mejor calificados, 7 son hombres y 3 son mujeres, pues 2 de los hombres tendrán que ceder su lugar a dos mujeres fuera del top 10, solo porque son mujeres.

La inclusión, finalmente, es definida por las Naciones Unidas como el proceso de mejorar la participación en la sociedad de personas con “desventajas” en términos de edad, sexo, raza, religión, etc. Otra vez, la idea suena muy bien hasta que nos damos cuenta que no tiene ningún sentido ni beneficio práctico. La interacción social natural y el proceso productivo están basados en la exclusión, no en la inclusión. Lo vivimos todos los días. Solo los que pueden pagar la entrada pueden entran al cine. Sería absurdo pedirle al teatro que “incluya” a los que no pueden pagarla. Un equipo de futbol contrata a los mejores jugadores. No podemos pedirle que contrate a un servidor suyo en nombre de la “inclusión.” Una empresa solo podrá vender sus productos si ofrece una combinación precio/calidad mejor que la competencia. Sería ridículo pedirles a los consumidores que la “incluyan” en su lista de compras porque nos da pena que quiebre y sus empleados se queden sin trabajo.

Un contra-argumento muy común es que la diversidad y la inclusión son eficientes y mejoran el proceso de creación de riqueza porque son valiosas en si mismas. Un grupo empresarial, político o académico que sea diverso e inclusivo, tendrá acceso a ideas y puntos de vista diversos que lo harán mejor. Es muy posible que así sea en muchos ámbitos, pero, si lo es, esos grupos elegirán la diversidad y la inclusión de manera natural y espontánea y hasta donde sea beneficioso. Forzar, en cambio, estas ideas como si fueran verdades universales solo puede tener el efecto contrario. La equidad, la diversidad y la inclusión pueden ser, además, muy peligrosas y generar polarización en lugar de unidad. Aquellos que son desplazados porque deben dar su lugar ganado meritoriamente para generar diversidad, o incluir a los excluidos, terminarán resintiendo a los que toman su puesto y al sistema en su conjunto. Hay ideas que parecen ovejitas, pero son, en realidad, lobos feroces.

PhD en economía* 

(Twitter: @tufisaravia).



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