La idea de esta columna nació hace unos días al examinar una investigación de “Encuestas y Estudios” (E&E Consulting Group) acerca del estado de la religiosidad en el mundo. Resulta que el 67% de los bolivianos se identifican como personas religiosas (el promedio mundial es 62%); el 70% cree en la vida después de la muerte (contra el 57% en promedio); asimismo creen más en el paraíso (72%) que en el infierno (62%), siempre por encima del promedio. En conjunto, los bolivianos están entre los más religiosos de América Latina, junto a Perú y México. Al otro extremo se sitúa Europa, la otrora llamada “Cristiandad”, que parece haber sepultado laicamente el legado civilizatorio de Benito de Nursia, Gregorio Magno, Bonifacio de Maguncia, Francisco de Asís y Teresa de Ávila.
Por esa razón, en puertas de la Semana Santa, no quise eludir una reflexión en torno a este trágico y glorioso acontecimiento, como un homenaje a la religiosidad de nuestro pueblo.
Entre las narraciones que integran la Semana Santa (entrada de Jesús en Jerusalén, Última Cena, el juicio “a la boliviana” a Jesús por parte de las autoridades judías y romanas, la muerte, resurrección y apariciones del Resucitado) he optado por un episodio aparentemente sencillo, como es el Lavatorio de los pies, narrado por el evangelio de San Juan al comienzo del capítulo 13. Encuentro tres elementos que merecen ser resaltados: el gesto de Jesús, la resistencia de Pedro a ser lavado y unas extrañas palabras de Jesús acerca de que sólo los pies necesitan ser lavados.
La exegesis del gesto de Jesús no es unánime. La Iglesia ve en el Lavatorio un gesto eucarístico: debido a que San Juan no narra la institución de la eucaristía en la Cena, el lavado de pies sería su equivalente, en una correspondencia de gestos y alusiones para significar la entrega libre y el amor llevado al extremo.
Por otro lado, es sabido que el lavar los pies de un invitado a un banquete en el antiguo Medio Oriente era una tarea reservada a los esclavos (si los había, pero nunca a judíos) o a uno mismo, poniendo a disposición del huésped una cofaina con agua limpia. Jesús, el Maestro y Señor, se despoja de su gloria y asume la condición de esclavo para significar que el servicio, y no la autoridad, debe primar en el seno de las comunidades cristianas. Pedro, de hecho, se rebela ante el gesto de humildad de Jesús, pero lo acepta cuando Jesús le da a entender que dejarse lavar y purificar por Él es la única manera para alcanzar la salvación. Un detalle no menor es que Judas, el traidor, está presente y sus pies son lavados y secados por Jesús. De igual manera, Judas participa de la Cena eucarística, porque Jesús atiende, ama y llama a servir incluso a los pecadores, sin discriminaciones.
Queda por entender el alcance de estas crípticas palabras de Jesús: “El que se ha bañado no necesita lavarse, está del todo limpio” (Jn 13,10). Pero, después, Jesús nos exhorta a lavarnos “los pies” unos a otros, imitando su gesto.
El entonces cardenal Ratzinger recordaba, a este respecto, que San Agustín interpretó esas palabras en el sentido que el bautizado, purificado por Cristo, no puede, en nombre de preservar esa “limpieza” recibida en el bautismo, apartarse del mundo, sino que tiene que salir a abrir camino a Cristo, ensuciándose los pies en los caminos polvorientos para que Jesús se los lave a su vez antes de pasar a su mesa.
Por tanto, es lícito ver en el lavatorio de los pies una invitación de Jesús a todos los bautizados (y a las Obras de la Iglesia, como la UCB) a no tener miedo de ensuciarse los pies con la política (¿hay algo más sucio en el mundo?) y de lavar los pies de los demás, dejándonos lavar los nuestros por el Señor.
Francesco Zaratti es físico.