Yo sé que un día todo lo volveré a ver, dice el poeta. Ese día, regresará Rita del Solar, la ya-no-ya de la exquisitez, con sus conocimientos venidos de quién sabe qué baúl, blandiendo el dedo índice y sentenciando: “los espárragos se comen con la mano”. Y llamará exultante a sus amigos para decirles que, en una serie, los príncipes de Gales efectivamente los comían sin cubiertos. Para ella, eso solo podía significar que la serie estaba bien hecha.
Rita del Solar era una cortesana, pero no en el peyorativo sentido moderno, en el que hemos perdido el conocimiento de las cortes, sino en el tradicional: una mujer que, por su cultura, refinamiento o condición, pertenece a la corte de un grande en un reino.
Era una mujer inmersa en la vida social, pero sin frivolidad, desmintiendo los estereotipos. Solo su cultura bastaría para contradecirlos. Era una inagotable lectora, pero nunca pedante. Dominaba el inglés, pero no quería posar de gringa ni desparramaba anglicismos para aparentar un cosmopolitismo huero.
Ella era boliviana, a mucha honra. Conocía a curadores de museos del globo, a los que había visitado, de los que aprendió y a los que también había enseñado. Rita tuvo una vida de mundo, pero sabía feliz que procedía de una provincia. Y reafirmaba en su conducta el dicho de que no hay mejor manera de ser universal que ser profundamente provinciano.
Era lo más próximo a una aristócrata, si eso existe en este país de movimientos sociales, sindicatos, republicanos y montoneros que somos. Sin embargo, comprendía el cambio social. Este nunca la asustó ni se sintió avasallada por los experimentados en las últimas décadas, quizás porque vivió hondamente la experiencia del 52. Rita intuía que había espacio para todos en el país, incluso para su medio social, adaptándose a los tiempos.
Ella fue leal con sus afectos. Hace un par de años se encargó de que uno de los cuadros del pintor potosino Alfredo La Placa, su esposo fallecido hace unos años, quedara solitario encarnando al país en uno de los museos de Nueva York. Rita pasó sus últimos años sopesando si los poemas de Alfredo, una curiosidad en un pintor afamado, merecían publicarse. Abogué por esos versos, sin éxito.
Pero Rita era sobre todo una amiga. Puedo contar mi experiencia. Heredamos la relación de sus padres con uno de mis abuelos, al que asilaban en su casa, pese a él ser falangista y el papa de Rita, movimientista, silista. También fue emisaria de recados de la sufrida niñez de mi mamá, traídos luego de casi 70 años de trayecto.
Disfrutamos de casi una década de amistad cercana. En ausencia de mi esposa Daniela, nos escapábamos a Mecapaca en algunos feriados largos. Recuerdo que un conocido me preguntaba qué hacía esos días solo, esperando una picante historia de adulterio, para descubrir que lo había pasado con la octogenaria Rita del Solar. Con ella, el tiempo merecía entregarse, aunque su gregarismo contrastara con mi propensión anacoreta, lo que alguna vez también nos sacó chispas.
Yo sé que un día todo lo volveré a ver. Y ahí estará Rita, con su abuela latifundista y severa -dominante como ella, aunque sin su dulzura-, homenajeada en su muerte por numerosos aymaras del país estratificado y áspero de esa Bolivia que ya no existe. También entrará en escena su papá movimientista con sus vaivenes de fortuna, regalando sus tierras, pero, paradójicamente, sin ser despedido como lo fue su rígida madre. Y volverá su tío, el obispo Calixto Clavijo, benefactor de los jesuitas, como Rita también lo fue amistosamente en la pandemia, según contó el padre Sergio Montes S.J. Y resucitarán las mágicas reuniones de Rita, de las que era única hechicera: cabremos todos, en esas mesas infinitas, multiplicándose como panes y peces.
Rita estará con Dios, con sus ángeles y sus arcángeles, a los que acogió tanto en vida. Y contará de nuevo entre risas con todos sus hijos adoptivos, que abundamos, y con algunos nietos como mi hijo menor, que por un tiempo pensó que también apellidaba Del Solar. Yo sé que un día todo lo volveremos a ver. Mientras, Rita escribirá señales perdurables desde el cielo.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado