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Vuelta | 09/09/2020

Elecciones en la nueva normalidad

Hernán Terrazas E.
Hernán Terrazas E.

Las elecciones del 18 de octubre en Bolivia podrían ser el capítulo final de una historia que comenzó más o menos por la misma fecha el año pasado, cuando se denunció y demostró un escandaloso fraude electoral para beneficiar al candidato oficial, Evo Morales, y evitar una segunda vuelta que, según todas las encuestas de ese momento, iba a determinar su derrota por la vía del voto.

La movilización social, el pronunciamiento lapidario de la OEA sobre la manipulación de los resultados y la pérdida de respaldo de factores de poder como la policía,  las Fuerzas Armadas y varios de los principales movimientos sociales, determinaron la anulación de las elecciones y la salida apresurada (huida) de Evo Morales, en una maniobra calculada para demostrar al mundo que lo que se había producido en Bolivia era un golpe de Estado, no un fraude, y que las ex autoridades abandonaban el país hacia el exilio como en los tiempos de la dictadura.

Se abría así un compás de espera electoral y el inicio de un gobierno de transición cuyas responsabilidades prioritarias debieron ser el cambio de autoridades en el Órgano Electoral, la convocatoria a comicios en un plazo prudencial, pero sobre todo la pacificación interna tras casi un mes de virtual confrontación civil en las principales ciudades del país.

Lo que en principio parecía ser una derrota del MAS en las urnas y las calles, frente a una clase media cansada de ver burlado su voto tanto en el referéndum de febrero de 2016, cuando la gente se pronunció en contra de una nueva reelección de Morales, como en las elecciones del 20 de octubre, se convirtió en una suerte de retirada estratégica, con una triple expresión política: presión y desprestigio internacional sobre un gobierno supuestamente “golpista” y presuntamente responsable de más de medio centenar de muertes entre los manifestantes, sabotaje desde la Asamblea Legislativa Plurinacional, en la que el MAS mantenía su mayoría, y un paulatino incremento de la presión social en puntos de tradicional fortaleza partidaria.


Si los desafíos del gobierno de la presidenta Jeanine Añez parecían complejos de encarar para una transición corta, se complicaron aun más con dos hechos, el primero de naturaleza interna y el segundo de impacto global: el lanzamiento de la candidatura de Añez y el  devastador brote planetario del COVID, que paralizó las actividades en Bolivia y el mundo durante casi cuatro meses, con el consiguiente impacto sobre las actividades económicas y el agravamiento de las tensiones sociales en las regiones más vulnerables y golpeadas por la pobreza.

De la autoproclamación como presidenta a la proclamación de la candidatura mediaron pocos meses durante los que Jeanine Añez fortaleció el respaldo a su liderazgo y generó confianza sobre todo en las decisiones de su gobierno relativas a la “limpieza” del poder electoral y uno que otro ajuste de cuentas con ex autoridades de gobierno, a quienes se responsabilizó por la escalada de violencia.

Con las elecciones previstas para mayo, las posibilidades de una rápida recuperación del Movimiento Al Socialismo parecían remotas y podía preverse también una gestión delicada, pero imparcial y relativamente tranquila de un gobierno sin otro interés aparente que el de cumplir con pocas tareas y llevar la posta lo antes posible a un sucesor elegido con transparencia.

Las cosas se dieron de otra manera, sin embargo, y desde el momento en que Añez se convirtió en candidata a la presidencia, todas las decisiones de su gobierno fueron vistas con suspicacia y en lugar de representar una renovada opción de unidad para evitar la amenaza del MAS, se transformó en un factor de dispersión del voto de las fuerzas de la ex oposición.

Con la candidatura observada y en el centro de una controversia pública, el gobierno llegó debilitado a la segunda quincena de marzo, cuando debió tomar la decisión de declarar emergencia sanitaria, cuarentena rígida en todo el país y confinamiento de los poco más de 11 millones de bolivianos, para enfrentar la peor pandemia de la historia.

Con la economía en franca desaceleración, como consecuencia de la caída de los precios de exportación del gas y de los productos mineros, la virtual suspensión de todas las actividades públicas y privadas,  y el cierre de las fronteras internas y externas, se esfumó rápidamente la prosperidad y el bienestar de años pasados, dejando al descubierto que el supuesto milagro económico del largo gobierno del MAS fue más artificial que real y que las vulnerabilidades históricas de una economía dependiente de los ciclos externos no habían cambiado. Para remate, en el sector que más se reflejaba la falta de verdaderas transformaciones era en el de la salud, cuya precariedad y debilidad se hicieron más que evidentes en los primeros meses de la crisis sanitaria.

Ya sin el apoyo que había generado su decisión de asumir la conducción del país en una circunstancia crítica, Jeanine Añez se vio envuelta en el torbellino de los ataques que generó su protagonismo electoral y, como era de esperarse, bajo un extremadamente acucioso escrutinio de su gestión en el campo del control de la pandemia, lo que dio lugar a una serie de denuncias sobre irregularidades en la compra de insumos médicos que golpearon duramente la imagen del gobierno y, por ende, las perspectivas de la candidata.

La campaña electoral formal comenzó el 6 de septiembre, pero en realidad arrancó en el momento en que apareció en el escenario la candidatura inesperada de Añez, un rival a vencer para todos los que tenían la esperanza de cubrir el vacío evidente de un liderazgo opositor capaz de reflejar no solo un cambio generacional, sino una nueva visión que recogiera la expectativa generada por las luchas democráticas de octubre y noviembre del 2019.

Si algo muestran los resultados de las encuestas recientes es que existe una profunda crisis de liderazgo. Ninguno de los candidatos alcanza siquiera el 30% de intención de voto y en el caso de los aspirantes de oposición los porcentajes se ubican por debajo del 20%. No hubo, ni hay un proyecto aglutinador, bajo una conducción que verdaderamente seduzca al electorado.

La dispersión entre varios candidatos que buscan evitar el regreso del MAS al gobierno muestra, como en una suerte de rompecabezas, los perfiles de lo que podría ser lo que la gente espera: un conciliador moderado, como Carlos Mesa, una mujer protagonista de la transición, como Jeanine Añez, el héroe –hoy magullado–, Luis Fernando Camacho, que inspiró y unió a los jóvenes contra el fraude y que, así se ve en las encuestas, no deja de ser el elegido de una región determinante como Santa Cruz, y un exgobernante experimentado, a quien se cree capaz de administrar un país en crisis y reinsertar a Bolivia en el mundo, como Tuto Quiroga. Tal vez sea ese cuadro disperso el que influye sobre las categorías de “ninguno” e “indecisos” en todos los estudios, que alcanzan casi un tercio del electorado y que aparentemente limitaría también la posibilidad de que el 18 de octubre se imponga el voto útil a favor del mejor posicionado.

No deja de llamar la atención que, en el caso de Santa Cruz, casi un 40% del electorado regional se inclina por los candidatos de origen oriental (Camacho y Añez), lo que vendría a confirmar que se ha conformado un bloque sin cuya participación será imposible gobernar para cualquiera del resto de los candidatos. La incógnita para despejar es si los votantes cruceños estarían dispuestos una vez más a reorientar su voto en función de la utilidad para cerrar el paso al MAS o si lo mantendrán como una forma de asegurar que sus intereses estén en manos “confiables”.

El MAS corre sin rival en el espacio político del “bloque popular” y por eso todavía logra encabezar las preferencias, aunque con una intención de voto muy disminuida si se considera que durante los últimos 14 años obtuvo victorias electorales sucesivas por mayoría absoluta. De mantenerse la dispersión opositora, el partido de Evo Morales podría rozar un triunfo en primera vuelta, la única posibilidad que tiene de volver a gobernar. De lo que sí están seguros es que, de cualquier manera, tendrá una presencia fuerte en la Asamblea Legislativa y hasta es probable que controle nuevamente el Senado, lo que lo convertiría en un actor insoslayable para la gobernabilidad.

Como lo ha hecho antes, el MAS apela al miedo como un elemento central de su estrategia electoral. De hecho, las movilizaciones y bloqueos de agosto de este año, en apariencia motivadas por el rechazo a la postergación de las elecciones previstas originalmente para septiembre, fueron en realidad un ejercicio de rearticulación de sus bases “duras” de respaldo y de intimidación para los habitantes de las áreas urbanas. “Sin nosotros, habrá inestabilidad, confrontación y violencia”, ese es el mensaje entre líneas que debe leerse en esas acciones y en declaraciones posteriores en las que algunos dirigentes amenazaron con no aceptar una derrota.

Vivimos tiempos de una política alejada de la realidad. No es solo el poder lo que está en juego, sino su ejercicio para atender los múltiples y cruciales desafíos que enfrentará el país, como secuela de una pandemia que erosionó las bases de la estabilidad y comprometió el futuro de una economía profundamente golpeada y ya sin condiciones externas que permitan visualizar una salida.

Estamos ante una nueva trama, con una correlación política y regional distinta, pero con viejos actores. Descifrar ese escenario puede marcar la diferencia entre el camino de la recuperación democrática y la reactivación económica, o el desastre.

Hernán Terrazas es periodista. 



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