Hay una diferencia importante entre un diario personal y un relato autobiográfico escrito al cabo de los años. El diario se suele escribir sin la intención de ser publicado, y por lo tanto recoge con precisión (pero con menos cuidado literario) las impresiones de su autor, tal como las siente y las vive día a día, sin el filtro de la distancia que ofrece el tiempo. Esto tiene ventajas como la sinceridad y la espontaneidad, y desventajas, como la incertidumbre de publicar cosas íntimas, demasiado personales, y la ausencia de análisis retrospectivo. Hay magníficos diarios que permanecieron escondidos durante la vida de sus autores, pero se dieron a conocer después, revelando aspectos insospechados, que registraron con sinceridad desgarradora.
El libro Elecciones peligrosas (2024, Plural), de Salvador Romero Ballivián pertenece al segundo grupo, al relato testimonial escrito con un tiempo prudente de distancia. En ese sentido me trajo a la memoria Presidencia sitiada (2008, Gisbert) de Carlos D. Mesa, porque en ambos casos —pocos años después pero con la memoria todavía fresca— los autores narran su experiencia en altos cargos de la vida pública de Bolivia, el primero como presidente del Tribunal Supremo Electoral (TSE) en las elecciones de 2020, y el segundo como presidente de la república entre 2003 y 2005. En ambos casos, difíciles procesos históricos de transición que sucedieron a graves crisis políticas.
Tuve el privilegio de presentar el 12 de marzo de 2008 (en La Paz) el libro de Carlos D. Mesa, a invitación del autor y amigo, y ahora tengo la oportunidad de comentar el libro de Salvador Romero Ballivián, a cuya familia me une igualmente una larga amistad. En ambos casos, señalo de entrada el valor literario de los testimonios, sin el cual hubieran sido relatos desprovistos de la riqueza del lenguaje que hace la diferencia entre los textos que describen hechos sobriamente y aquellos que los abrazan con el calor de la vivencia y la calidad del estilo literario.
Todo testimonio es un desgajamiento personal, ya sea escrito al calor de los acontecimientos o reflexivamente después de un tiempo. En ambos casos es legítimo y provechoso que —como catarsis o como justificación del propio comportamiento— se escriba para explicarse ante la sociedad y ante la historia. No es una decisión fácil hacerlo porque ese desgajamiento personal implica exposición a la mirada pública, con el riesgo de retruques y vilipendios. Publicar y exponerse ya es un acto de coraje, mientras la mayoría de quienes han estado en situaciones análogas, prefiere permanecer en silencio.
Elecciones peligrosas es un relato muy personal que se lee casi como una novela lineal. El autor no hace gala de la experiencia que ha acumulado en muchos países donde se ha desempeñado como consultor en procesos electorales, pero esa experiencia se siente y beneficia las decisiones que toma para devolverle al país algo de certeza y transparencia.
El enorme sentido de observación y probablemente algunas notas tomadas “en caliente”, le permiten escribir descripciones detalladas con fino estilo literario, ninguna banalidad; por ejemplo, cuando acude por primera vez a la cita con la flamante presidenta Añez, quien estaba “ansiosa de que se convoque cuanto antes la elección”, lo cual sabemos que es cierto porque había recibido un pesado encargo no solicitado. “Sólo más tarde extravió su embarcación en el mar de las sirenas, al ignorar la advertencia milenaria de tapar los oídos de sus marinos con cera y pedir ser amarrada al mástil para no ceder a los cantos seductores”, apunta Romero Ballivián. En la antesala del palacio, el autor recuerda los detalles: “Quizás descubría las oficinas, donde los vidrios biselados, las pesadas cortinas, los sofás mullidos, las mesas de sólida y oscura madera atenúan las voces y guardan los secretos”.
La cultura general es un privilegio en libros como este, y hace extrañar los tiempos en que muchos dirigentes políticos eran capaces de escribir o hablar con equiparable elegancia y profundidad, mientras que en los últimos veinte años el bajo nivel educativo y la soberbia de la ignorancia parecen haberse impuesto entre funcionarios públicos, diputados o senadores por igual.
A medida que se avanza en la lectura hay menos giros literarios y referencias cultas, porque la densidad del tema no acepta sutilezas. Como antecedente a su propia actuación en la política electoral, Salvador nos refresca la memoria sobre hechos que muchos han olvidado, por ejemplo, que el propio Evo Morales destituyó al Tribunal Supremo Electoral que había sido cómplice del fraude, y declaró nulas las elecciones, como un intento desesperado de salvarse. Los miembros del TSE fueron arrestados más adelante, aunque nunca procesados debidamente, ni por el poder Judicial ni Electoral.
La memoria opera como capas superpuestas, como una cebolla o mejor como una alcachofa, que uno va desgajando hasta llegar al corazón del tema. Así transcurre este relato en sus 325 páginas, y los 28 capítulos breves hacen que el libro se lea más rápido. El título de la obra no sólo alude a las peligrosas elecciones generales del 2020, sino a las que el mismo autor tuvo que hacer a fines del 2019 para comprometerse con un proceso electoral que iba a estar sembrado de escollos. No cualquiera lo hubiera hecho o más bien, cualquiera que no tuviera la experiencia de Salvador Romero se habría metido en un encargo peligroso, pero sólo alguien con su trayectoria podía anticipar los verdaderos riesgos.
El desafío era también reconstruir la estructura del Tribunal Supremo Electoral no solamente la composición humana antes manipulada por el masismo, sino reconstruir también la infraestructura y el equipamiento que había sido quemado y destruido en varios departamentos, ya sea por masistas o por gente furiosa por el fraude electoral. Los propios sistemas operativos debían ser reemplazados por otros más modernos, eficientes y seguros, para prevenir que se repitiera un fraude informático como el de 2019. Todo debía ser rediseñado desde cero, para evitar que el sistema fallara. La cadena de custodia de las actas (que es tan delicada como la “cadena fría” de la vacunación), el padrón electoral, los mecanismos informáticos, la participación, etc., y todo ello de manera transparente para crear un clima de confianza indispensable después de la gran frustración resultante del fraude.
Para todo ello era necesario apoyo económico y se consiguió gracias a la buena disposición de la Unión Europea, Suecia, Canadá y el Reino Unido, que reunieron más de 5 millones de dólares para que el PNUD (Naciones Unidas) los administrara. Numerosos especialistas de todo el mundo llegaron para apoyar con su capacidad técnica. Uno de los aspectos fundamentales para garantizar la transparencia del proceso y darle seguridad a la población, era la presencia de misiones internacionales (las que el MAS no quería, porque podían exponer sus prácticas prebendales). El común de los ciudadanos no dimensiona la magnitud del desafío que se tuvo que enfrentar para las elecciones del 2020: “ahora entraba a una institución golpeada, traumatizada y exánime, sin exageración en el término. Poco a poco, constaté la gravedad de los estragos”.
Además de la tarea principal de organizar las nuevas elecciones, el TSE tenía como responsabilidad poner en orden la administración de esa institución que había sido dejada en escombros. El proceso electoral jurídicamente anulado, tenía pendientes administrativos: “centenas de servicios y productos entregados, pero no pagados”. Y todo esto a fin de año, cuando las fiestas paralizaban muchas de las actividades.
En lo político Salvador Romero muestra claridad en el análisis de coyuntura a pesar de que había estado ausente de Bolivia por muchos años.
La actualidad del relato se mantiene de manera espiral cinco años después de los hechos descritos, ya que muchos personajes son los mismos. Por ejemplo, las referencias al vocal Daniel Atahuichi (que luego cambió su nombre por Tahuichi Tahuichi para parecer más indígena), son muy actuales ya que su accionar no parece haber cambiado mucho desde entonces. En 2020, según leemos, desde el inicio planteaba incordios: quiso ser vicepresidente del Tribunal Supremo Electoral (TSE) y no lo logró, le quiso quitar hasta la oficina a Oscar Hassenteufel, sin respetar la trayectoria del expresidente de la Corte Nacional Electoral (CNE), etc. Cuando aparece en el libro Atahuichi, no es precisamente por elogios a su comportamiento profesional (y fuera del libro ya hemos podido comprobar su temperamento volátil).
Más allá de un personaje, lo que está en cuestión es la credibilidad del órgano electoral, que “suele suponer integrantes con peso propio específico, vale decir, respetados por su trayectoria y méritos. Asentada la reputación y consolidada la organización, la institución tiende a ser considerada un patrimonio colectivo, un bien democrático”.
Uno de los hilos conductores de esta obra es el indudable e incuestionable esfuerzo del presidente del TSE para mantener la independencia política del organismo y llevar adelante elecciones transparentes y justas, mientras un sector importante de la sociedad pedía venganza (excluir al MAS), y se recibían presiones de todos los partidos y del propio gobierno para inclinar la balanza a uno u otro lado. La moderación de Salvador Romero para precautelar la independencia del TSE, hizo que ni siquiera se pronunciara tajantemente sobre el fraude electoral del 2019. En su testimonio, cinco años después, tampoco expresa su posición con claridad meridiana, aunque el fraude ya fue ampliamente comprobado. Esa cautela, comprensible cuando estaba en funciones en 2020, es extraña en 2024 y sigue alimentando la chismografía sobre su posición política. Al fin y al cabo, nadie es neutro, todos votamos por una opción, y muchos no tenemos problema en decir por quién votamos, aunque ello transparente públicamente nuestras inclinaciones políticas.
En cualquier caso, las tensiones y acontecimientos del 2020 justificaban todos los recelos. Veamos, por ejemplo, la ironía con que se refiere al sorpresivo lanzamiento de la candidatura de Jeanine Añez, el 24 de enero, día inaugural de las Alasitas: “la feria de las cosas pequeñas, de la compra y venta de ilusiones”. Fue ese día que Añez, muy mal aconsejada, perdió la oportunidad de pasar a la historia con grandeza y desprendimiento. Esa candidatura y las ambiciones que se jugaban detrás de ella, hizo tambalear la confianza en el gobierno de transición, pero también en el sistema electoral.
Como los buenos relatos de ficción, este (que es un testimonio real) parece una saga de acontecimientos extraordinarios. La intempestiva llegada del coronavirus puso en jaque el calendario electoral, desde las primeras medidas que tomó el gobierno (como en todo el mundo), restringiendo al mínimo los movimientos de las personas, y apenas unos días más tarde, decretando el aislamiento completo y otras medidas estrictas de prevención. Cuatro países latinoamericanos postergaron varios meses sus procesos electorales. Era la tendencia mundial frente a los cientos de miles de víctimas que saturaban las calles, los hospitales y los cementerios. Si hasta ese momento el desafío electoral era grande, a partir de la declaración de la pandemia se hizo doblemente mayúsculo.
“Sin circulación de vehículos ni actividades de ninguna índole, en el silencio sereno se escuchaba el canto de los pájaros, y en los días morosos, se miraba el tránsito del otoño que seca y enrojece las hojas de los ciruelos, las arruga y las desparrama alrededor del tronco rugoso”, describe en tono poético.
Los desafíos eran inmensos. No sólo la pandemia que paralizaba casi todos los procesos ante la imposibilidad de movilizarse, de traer equipos del exterior o misiones de observación internacionales, sino la polarización política interna: el MAS con sus 2/3 en la Asamblea Legislativa Plurinacional, tomaba decisiones sin considerar la situación objetiva de la pandemia, y el TSE tenía que acatar esas decisiones, pero entonces el gobierno atacaba al TSE acusándolo de servir al MAS. Entre la espada y la pared, no era fácil sacar adelante un proceso electoral regido por leyes y normas: “… por primera vez en la historia de Bolivia, y en un hecho muy poco común en una perspectiva comparada, el TSE debía organizar la elección central del sistema político contra la voluntad del gobierno, con responsabilidades para coadyuvar al éxito organizativo del proceso y múltiples instrumentos de poder. Ahora sí, recaía en el TSE la responsabilidad completa de conducir políticamente el proceso”.
El presidente del TSE se aferró en todo momento a las normas. Por ejemplo, en un tema tan espinoso como el financiamiento público de las campañas, siguió lo que estaba establecido legalmente: 30% distribuido de manera igualitaria y 70% en función de los sufragios. Quién sabe cuál es la lógica o la coyuntura que favoreció inicialmente esa disposición, pero me parece un contrasentido favorecer la hegemonía de los ganadores en elecciones anteriores, que además suelen ser los que tienen más medios a su alcance para hacer propaganda. En ese tema, para mantener la unidad e independencia del órgano electoral, Salvador Romero mostró flexibilidad para negociar la norma, para garantizar la continuación del calendario electoral. Al final, primó el pragmatismo y la negociación política con el MAS, para eliminar el financiamiento electoral, lo cual evitaba los ataques al TSE, y no afectaba al MAS que tenía recursos propios más que suficientes (del Estado).
Muy a pesar de los esfuerzos para mantener los equilibrios y la credibilidad, el TSE fue víctima de ataques desde todos los frentes, y como Salvador Romero era el presidente, esos ataques tenían nombre y apellido. Lo irónico es que las demandas eran a cuál más disparatada: desde elecciones inmediatas (a pesar de la pandemia) hasta la postergación indefinida de las elecciones generales y la cancelación de la personería jurídica de cuatro o cinco partidos, por razones similares. Grupos de personas manifestaban a diario delante del TSE en la plaza Abaroa, reclamando la postergación, con el argumento de la emergencia sanitaria, pero como señala el autor con sorna, esos grupos se reunían sin cumplir las mínimas recomendaciones de salud y prevención.
Paradójicamente, otros lo tildaban de “genocida” por razones opuestas, con esa ligereza con que se utiliza el término en Bolivia, no sólo por ignorancia sobre la historia mundial (Hitler o Gaza), sino incluso por pereza de consultar un diccionario. Otra vez, el TSE era el blanco de la furia, a pesar de que el calendario electoral se había concertado con las fuerzas políticas.
Sin perder su sentido del humor, el autor incluye algunos apuntes irónicos cuando se refiere a las discusiones sobre la seguridad sanitaria en el día de las elecciones. Una especialista italiana de la OPS desaconsejó colocar pediluvios en los recintos electorales: “Para que alguien se contagie, tendría que lamer la suela de un zapato. Esa cosa no sirve para nada”. Y él añade de su coleto: “En Bolivia, conocemos casos de personas que, metafóricamente, lamen botas, y de otras que, literalmente, amarran guatos ajenos, pero no se registra —felizmente— personas que laman suelas, ni propias ni ajenas”.
Mucha gente ha olvidado lo que vivimos en 2020, antes de que hubiera vacunas. Es como un bloqueo sicológico colectivo que nos impide revivir la incertidumbre sobre un futuro que no terminaba de dibujarse con claridad: “La muerte, que conceptualmente todos sabemos que nos aguarda, se aproximó súbita y brutalmente a todos los hogares. Su acechanza macabra provocaba miedo y la elección parecía una de las piezas más peligrosas, lo que bloqueaba la posibilidad de sostener conversaciones razonadas”, afirma el autor, y más adelante: “El espanto ante lo desconocido se agravaba exponencialmente día a día, las interrogantes superaban las certezas sobre cómo organizar actos masivos, como una jornada de votación”.
Salvador menciona mi nombre brevemente con motivo del acto electoral en el exterior, concretamente en Colombia, donde a pesar del escaso número de votantes inscritos, me propuse liderar un acto electoral transparente y seguro, en medio de la pandemia. Como se señala en el libro, Bolivia había roto relaciones con Venezuela, de manera que no se podía votar allí. La sala plena TSE decidió que los bolivianos en Venezuela debían votar entonces en Colombia por ser el país fronterizo, y yo manifesté mi disconformidad porque Colombia también había roto relaciones con Venezuela y la frontera entre ambos países, en Cúcuta, estaba cerrada. Ese fue mi argumento para señalar como absurda la decisión que se había tomado. Obviamente que nadie de Caracas fue a votar a Bogotá (distantes a 1 414 km), nadie. No es que “la inmensa mayoría de los registrados en Caracas no acudió”, no podía acudir nadie. Y claro que la votación en Bogotá fue impecable, porque en la Embajada nos aseguramos de que fuera transparente y segura, en un lugar abierto para la circulación de aire, y con una cámara que transmitió por Facebook toda la jornada electoral.
Visto en perspectiva, quizás fui un “pesado” con mis observaciones a Salvador (que no fueron públicas hasta que él las describe en su libro), porque sólo se trataba de un centenar de votos, que no iban a alterar los resultados generales (como dato anecdótico, ganó ampliamente Comunidad Ciudadana). Pero, así como el TSE hacía su trabajo con el mayor rigor, yo hacía el que me correspondía, señalando con franqueza las inconsistencias, porque sí las hubo.
Sin duda, el TSE tenía problemas mayores que resolver. La renuncia de Añez a su candidatura, cuando las papeletas ya estaban en proceso de impresión, amenazó con un sismo político a apenas un mes del acto electoral. Además, se produjo la renuncia de Tuto Quiroga apenas una semana antes, con el daño enorme que ello supone a un proceso organizado contra tanta adversidad. No era un acto de desprendimiento en favor de la unidad de la oposición, sino otro acto de egolatría de los que caracterizan al personaje, tal como hemos visto en el proceso electoral de 2025.
La ligereza y superficialidad de las redes virtuales (mal llamadas redes “sociales”), afectó el proceso electoral y también la reputación de Salvador Romero: “Las descalificaciones que sufrí erosionaron el proceso electoral y quebraron mi reputación ante varios sectores de la sociedad”. La manera como se describe a sí mismo, es la que vimos reflejada a través de los medios: cuando aparecía se explicaba sin apasionamiento, escogiendo cuidadosamente las palabras y respondiendo a las preguntas casi con monotonía, sin mostrar asomo de opinión personal, sino más bien apegado a las leyes y reglamentos. Los periodistas no podían desviarlo de un guion perfectamente meditado y fundamentado.
A lo largo del testimonio queda claro que cada paso que dio el TSE para garantizar elecciones libres y transparentes, fue el resultado de continuas consultas con los actores políticos que participarían en esas elecciones, de ahí que ellos no podrían, después, reprochar al TSE de un supuesto favorecimiento al MAS, o reprochar a Jeanine Añez no haber hecho desaparecer —¿como dictadora? — al MAS del mapa político. Con frecuencia, los que a gritos defienden la democracia, son los primeros dispuestos a saltarse las normas y mostrar rasgos autoritarios e intolerantes. Esos sentimientos belicosos suelen manifestarse con mayor frecuencia en las plataformas virtuales, donde cualquiera puede publicar cualquier cosa, inventada o distorsionada, sin representar a nadie, más que a sí mismo, lamentablemente con el mismo peso psicológico que un medio de información respetable que verifica las fuentes y que no contribuye a difundir chismes.
La lucha contra los memes sin base real, que hablaban (y siguen haciéndolo) de “un millón” de muertos en el padrón electoral o de “tres votos urbanos por un voto rural”, es un ejemplo de la irresponsabilidad que reina en las plataformas virtuales. Hoy sabemos que no son opiniones ciudadanas sino granjas de bots que operan a través de centenares de cuentas falsas. La desconfianza en las circunscripciones o en el padrón (que ya había sido revisado por técnicos de la OEA), circulaba de meme en meme con el peso de los likes tan fáciles como irresponsables. Salvador Romero demuestra que los resultados de la votación de 2020 ratificaron la proporcionalidad del voto, aunque los resultados no nos gusten. A veces la democracia es bastante fea, porque los ciudadanos no necesariamente votan por el mejor candidato. Si eso sucede en el país más poderoso del mundo (Trump en Estados Unidos), no es extraño que suceda en Bolivia donde en 2005 Evo Morales fue electo por una gran mayoría, y muchos de los que ahora lloriquean le dieron su voto, no una, sino dos o tres veces.
La lectura ofrece otros momentos con descripciones amenas. Cuando se inicia la jornada electoral del 18 de octubre, Salvador recuerda el desayuno en el TSE con la presidenta Añez, Eva Copa y Arturo Murilo: “El menú ofrecía una interpretación libre de un desayuno típico, con el api morado e hirviente, buñuelos con miel, sándwiches pequeños, de chola y de pollo. Aun así, el convite empezó áspero. Unas observaciones de Murillo sobre la labor policial en El Alto incomodaron a Copa, que las frenó. Con Añez nos apegamos al consejo de los abuelos: ni política ni religión en el desayuno. Entonces, de pronto nos ocupábamos de los kilos, con ánimo liviano. De figura obesa, Murillo se explayó sobre su engorde y enflaquecimiento, ambos medidos en decenas de kilos y pocos meses; Añez y Copa aportaron lo suyo, pero en rangos moderados, mientras mi historia se asemeja a una chata línea desde hace décadas, cuya monotonía a veces sorprende”.
El resultado electoral sorprendió a todos, sin excepciones: “el MAS se apropió del voto de quienes no revelaban su preferencia”, burlando los resultados de todas las encuestas. ¿Podrá suceder lo mismo con los indecisos de 2025?
Para los propios vocales de aquel tribunal electoral, el triunfo del MAS fue inesperado. Salvador hace otro apunte certero: “La alegría corporal de Vargas y Atahuichi contrastaba con la desesperanza de Baptista. Gutiérrez lucía resignada, Hassenteufel y Ruiz circunspectos”.
Cuando parecía que todo había concluido y que todos debían reconocer el triunfo aplastante del delfín del MAS, apareció de la nada la carta de la vocal Rosario Baptista, que ponía en duda, sin ninguna prueba, la transparencia de las elecciones. Esa bomba de fragmentación, hecha de palabras solamente, no pudo ser desactivada y dejó un enorme resquicio de duda sobre la integridad de la elección de 2020, a pesar de la certificación de varias misiones de observación electoral. “Fue imposible limpiar tanta suciedad”, dice Salvador, sin duda apabullado por ese último acto incomprensible y casi surrealista de una obra de teatro que, mal que bien, se había desarrollado venciendo todos los tropiezos de los actores.
Lo que uno recuerda coincide con la apreciación de Salvador Romero: había un deseo colectivo, en una parte importante de la sociedad boliviana, de agarrarse desesperadamente de cualquier teoría conspirativa, para no aceptar la contundencia de la votación en favor del MAS. Era duro reconocer que esos casi 20 años de caudillismo absoluto, habían calado profundamente en el imaginario colectivo. Dos generaciones no conocían otra cosa, y la gran mentira del “milagro económico” no admitía razones ni análisis, más allá de la ilusión de seguir con el mismo esquema de gobierno. No porque la verdad no nos guste es menos verdadera. En este caso, no era siquiera un tema de matices o interpretaciones, sino de cifras que hablaban por sí mismas.
Los pueblos se equivocan al votar, como ha sucedido en tantos países. Eso indica que a las elecciones no son lo mismo que la democracia, sino apenas una manifestación de la hegemonía ideológica y cultural en un determinado momento histórico. Los pueblos pueden tropezar dos veces en la misma piedra, como prueba la elección de Trump en Estados Unidos, o la del MAS en 2020 (y varias veces antes). Quizás, la propia sociedad dista todavía de ser democrática. Si las elecciones parlamentarias no se hicieran al mismo tiempo que las presidenciales, los resultados serían más fiables, con correcciones en el camino. En otros países hay elecciones parlamentarias de medio término, lo que permite renovar parcialmente el congreso.
El problema no es una sociedad polarizada, todas lo son. La animosidad histórica o cultural en Bolivia no se puede desactivar fácilmente porque no es sólo una disyuntiva entre autoritarismo y democracia, sino entre corrupción y valores. Esa línea divisoria no admite ningún tipo de reconciliación y tiene que ser zanjada con el peso de la justicia (cuando exista de nuevo). Lamentablemente no es cierto que “las cuentas se rinden en la siguiente cita electoral ante la sociedad y ante la comunidad internacional”. Eso sería en un país donde los valores humanos esenciales no hubieran sido afectados por la corrupción generalizada y el prebendalismo. Tampoco es cierto que “la verdad última de la democracia termina siempre decantándose en la silenciosa caída de una papeleta en la urna”. Todos quisiéramos que fuera así, pero los hechos muchas veces demuestran lo contrario, con en 2020, precisamente.
Muchos apuntes sobre el proceso electoral de 2020 caen como anillo al dedo en las elecciones de 2025: “Los partidos se han convertido en siglas colocadas sobre cascarones vacíos, sin vida orgánica. Hasta les cuesta completar las nóminas para los cargos electivos, que no son muchos: 334, incluyendo el binomio presidencial, las planchas titulares y suplentes para las Cámaras de Diputados y de Senadores”.
Las últimas 50 páginas del libro son un complemento informativo, no indispensable, aunque también tenga utilidad, porque además de referirse a las elecciones subnacionales, incluye algo importante en el cierre testimonial, la renuncia y despedida de Salvador Romero: “Cumplí la responsabilidad encargada: dirigir el ciclo electoral más complejo en un periodo tempestuoso de la democracia. La asumí convencido, y la mantuve, aunque la realidad empequeñeciera cada vez mis previsiones sobre la envergadura de las complicaciones. Me aferré a la responsabilidad, nunca contemplé desertar en el fragor de las batallas”.
Ayer como hoy, que estamos en puertas de otra “elección peligrosa”, la desinformación es uno de los principales enemigos del juego democrático, y las redes virtuales son un ejército de irresponsables con el gatillo dispuesto a disparar mentiras. El trabajo de Bolivia Verifica y Chequea Bolivia, imprescindible en todo momento, no logra del todo contrarrestar la avalancha de fake news. La mentira se instala en el imaginario colectivo por el bajo nivel de educación y la casi inexistente capacidad de pensamiento crítico de la mayoría de los usuarios de Internet. Es una guerra perdida, no sólo en Bolivia.
Tal como narra a lo largo de la obra, Salvador Romero sufrió muchos ataques, en su mayoría injustificados y virulentos, llenos de odio y basados en la desinformación. Si los tribunales de ética se aplicaran de oficio a las redes virtuales, muchos verían sus cuentas clausuradas o serían obligados a rectificar los improperios escritos con el peso de la lengua y la impunidad que permite Internet. Salvador dejó el TSE cuando quiso. No salió huyendo, ni fue destituido, ni se achicó frente a los ataques. Como él escribe: “Hay oportunidades para acometer proyectos interesantes y valiosos, para mí, ninguno justificada quedarme. Me apenaba alejarme de los funcionarios, con quienes me unían el cariño, el afecto, el respeto y la amistad”. Los principales desafíos ya se habían cumplido a cabalidad.
Maniático de los detalles, es interesante el párrafo donde Salvador relata dónde decidió renunciar, es decir, el lugar físico en el que daría la conferencia de prensa. Al final, lo hizo en el jardín del TSE, luego de evaluar otras posibilidades.
Uno agradece los libros que no están plagados de referencias al pie de página (spitting quotes, como dice un amigo mexicano). Aquí están todas al final del libro y no incluyen esos largos enlaces de Internet (URL) que al cabo de poco tiempo ya no funcionan.
A pesar del gran desafío que fue el proceso electoral de 2020, con sus postergaciones por la pandemia y por la polarización política tan exasperada, las elecciones se realizaron en tranquilidad y de acuerdo a las normas. No se produjo la catástrofe que esperaban algunos cuervos mal agüeros: “contar votos o contar muertos” (que no es una frase inventada ahora por la señora Nina, sino referida a la pandemia). Se equivocaron, aunque no lo admitan. En cuanto al resultado, fue un baldazo de agua helada para quienes creíamos que la ciudadanía había aprendido la lección de votar varias veces por el populismo y por la corrupción. Ahora, al borde de una nueva elección general, el mismo riesgo está presente. Que nos vaya como nos merecemos, por no aprender de la historia.
Los tres discursos que incluyen las últimas páginas, señalan la importancia de fundamentar para la historia (y no sólo para esa coyuntura específica), las razones que motivan las acciones en la vida pública. Ojalá todos los que obran por el bien de Bolivia, adoptaran la costumbre de dejar por escrito sus motivaciones y razonamientos, no como salvaguarda de los actos que cometieron, sino como testimonio sobre las complejidades y equilibrios necesarios que emergen de la responsabilidad de ejercer el poder. Más allá de que todo relato autobiográfico tiende a justificar las acciones de sus autores (son raras las excepciones), el valor está justamente en el testimonio personal, que no pretende erigirse en la verdad definitiva, sino en una verdad importante por su centralidad, aunque también es cierto que a veces no hay un asomo de autocrítica.
@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta