En 1837, en la primera comunicación oficial boliviana con Washington, el presbítero José Manuel Loza fue muy atento. Loza era secretario del Supremo Protector de la Confederación y Estados Unidos había acreditado un nuevo encargado de negocios en Lima. Loza le dejaba saber al secretario de Estado que (ejem) la organización política había variado un tantito. Donde antes había un solo Perú, ahora había dos, confederados con Bolivia. Loza se despidió con mieles para el “ilustre pueblo de Norteamérica”.
En enero de 1853, el encargado de negocios Horace Miller escribía en tiempos del Tata Belzu. Pese a su fiereza, su administración había recibido bien la propuesta de celebrar un tratado comercial. Belzu admiraba el “carácter de los ciudadanos de Estados Unidos”. Incluso pensaba que merecerían un derecho preferente sobre otras naciones para circular por los ríos de Bolivia.
Estados Unidos pugnaba por navegar las cuencas del Amazonas y del Plata. Un pie allí ofrecería de nuevo “el rico tesoro de este continente y permitirá restaurar para nosotros la perdida influencia política y comercial a la que tenemos derecho”, en palabras de John Dana, sucesor de Miller.
John Dana transmitía desde La Paz que Belzu hablaba “libre y abiertamente de su deseo y determinación de cultivar más íntimas relaciones” con Estados Unidos. La interdicción brasilera para los extranjeros en los ríos amazónicos era contraria a la esperanza boliviana de llegar al Atlántico por esas vías. Al grado que el canciller de Belzu le planteó a Dana una alianza defensiva y ofensiva con Estados Unidos, dada la hostilidad brasilera. El encargado de negocios se hizo el loco. Rafael Bustillo, el canciller, comunicó exultante luego que Bolivia había decretado la navegación libre de sus ríos.
En abril de 1854, John Dana ya se quejaba: el interés boliviano en un tratado había decaído. Además, en mayo de 1855 llegarían las primeras elecciones para traspasar el poder, aunque fuera entre el suegro, Belzu, y el yerno, Córdova. Las elecciones disipaban todo otro interés en los bolivianos. Cualquier semejanza con la actualidad es mera coincidencia.
Como buenos sucesores de los chapetones, los bolivianos resentían ya el expansionismo anglosajón. El encargado Dana lo llama “un muy amargo sentimiento” contra los Estados Unidos por sus fricciones con España, a propósito de Cuba. Se había despertado no ya la indiferencia boliviana, “sino decidida falta de voluntad” de una alianza comercial o siquiera de amistad con Washington.
Encima, el filibustero William Walker emprendió excursiones de rapiña a México entre 1853 y 1854. Faltaba aún lo peor, su incursión a Nicaragua, en la que se declaró presidente. Los bolivianos bufaban por “el espíritu inquieto y sin ley” de los norteamericanos, estereotipados en Walker.
El pobre John Dana no podía creer el diluvio que licuaba sus avances. Se informó que Estados Unidos había declarado la guerra a México, como en la década previa. Parece que fue solo un rumor, pero reavivó “el miedo, que de alguna manera se había aplacado, de nuestra política agresiva hacia los países hispanoamericanos”. Para el encargado de negocios, todo tenía origen en las “las calumnias propagadas por la prensa y los periódicos de las monarquías y los despotismos del viejo mundo”. Dana también sabía acusar a los periodistas.
Dana consiguió una cita con el presidente Belzu. Este evadió el tema, pero ya no portaba “el sentimiento por los Estados Unidos, que anteriormente y de manera tan cálida expresaba constantemente”. El canciller había deslizado también que, si los estadounidenses obtuvieran el derecho de navegar los ríos bolivianos, seguramente encontrarían el territorio nacional tan apetecible como el de Cuba, “tornándose ávidos de adquirirlo”.
El poder blando de Estados Unidos se hacía añicos. Se recuperó después por períodos, pero el peso de esa memoria se mantuvo. Hoy otra encargada de negocios redacta sus reportes más de tres lustros desde la expulsión del último embajador. Los argumentos y tonos de hace 180 años tuvieron aún el vigor de hablar por boca de Evo Morales.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.