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Posición Adelantada | 08/03/2021

El mito de las fallas de mercado

Antonio Saravia
Antonio Saravia

Una de las justificaciones más repetidas para la intervención del Estado en diferentes ámbitos del quehacer humano (educación, salud, infraestructura, medio ambiente, etc.) es la famosa idea de las “fallas de mercado.” De acuerdo a este paradigma, dado que los mercados, sueltos a su libre albedrío, producen “fallas,” es necesario que los gobiernos, o un planificador central benevolente, las corrija regulando, prohibiendo o directamente produciendo el bien o producto sujeto a la falla.

La idea es atractiva porque, sabiéndonos imperfectos como seres humanos, naturalmente esperamos que una asignación de recursos escasos, que dependa exclusivamente de individuos actuando por su cuenta, también lo será. Cientos de economistas han desarrollado sus carreras tratando de identificar, medir y corregir las fallas de mercado desde la década de los treinta cuando economistas como Joan Robinson y Abba Lerner empezaron a estudiarlas.

Las supuestas fallas de mercado pueden tomar varias formas. Una de ellas es el caso de las externalidades. La idea aquí es que, al tomar sus decisiones económicas, los individuos no consideran los efectos externos que estas decisiones pueden imponer en otros individuos que nada tienen que ver con ellas. Por ejemplo, una empresa que produce y vende automóviles no toma en cuenta el efecto negativo que la polución producida por su fábrica impone en los habitantes de la ciudad. Otro ejemplo es el de una familia que se preocupa por educar a sus hijos sin tomar en cuenta el efecto positivo que jóvenes educados le pueden generar a la sociedad. En ambos casos, hay un costo, o beneficio, que no se paga y que hace que la cantidad producida del bien en cuestión sea mayor, o menor, a la óptima en un mundo sin externalidades. He ahí la falla que el gobierno debe, supuestamente, corregir.

Otro caso típico es el de los monopolios. La idea aquí es que, al no tener competencia, los monopolios tienden a producir menos y cobrar más que una empresa que actúa en competencia perfecta. Esta desviación del óptimo competitivo hace que muchos economistas y políticos llamen a que el gobierno regule, prohíba o directamente nacionalice el monopolio asegurándose después de producir y cobrar como si fuera una empresa competitiva.

Otro caso es el de la asimetría de información. De acuerdo a esta versión de falla de mercado, existen intercambios en los que el vendedor o el comprador tienen mayor información sobre el producto y, por lo tanto, pueden tomar ventaja en la transacción. Sabiendo que esto es así, la parte con menor información tendrá incentivos a protegerse y la transacción, que podría beneficiar a ambas partes, puede no llegar a producirse. Y esa es la falla que el gobierno supuestamente puede solucionar regulando estos mercados, obligando a las partes a revelar información u, otra vez, nacionalizando la producción.

Pero, ¿cuán legítimo es considerar estos casos como “fallas”? Y más importante aún, ¿cuán legítimo es pensar que la intervención del Estado podrá mejorarlos?

En el caso de las externalidades se debe entender primero que los costos o beneficios externos que una acción determinada producen son subjetivos y, por lo tanto, no existen como conceptos medibles. Tratar de calcular, por ejemplo, los “costos sociales” de la polución o los “beneficios sociales” de la educación, es una falacia porque implica hacer comparaciones interpersonales de utilidad subjetiva y después agregarlas. La polución puede ser una externalidad negativa para la persona que quiere respirar aire puro pero una externalidad positiva para aquella que recicla basura. Tratar de encontrar además el efecto neto es imposible. ¿Podemos saber cuan negativa es la externalidad para la primera persona y cuan positiva lo es para la segunda, si la utilidad es subjetiva? De esto se desprende que no existe un estado de eficiencia objetivo en el cual las externalidades puedan ser corregidas por un planificador central benevolente.

Recurrir al gobierno para solucionar externalidades descarta e ignora además el rol de los emprendedores que son muy buenos resolviendo todo tipo de problemas, incluyendo externalidades. Los bares y restaurantes designan áreas específicas para fumadores, muchas empresas hacen donaciones a escuelas porque esperan que los graduados trabajen para ellas, otras empresas se autoimponen medidas medioambientales para mejorar su imagen, etc.

El caso de los monopolios como supuesta falla de mercado es fácil de rebatir. Existen muy pocos monopolios sin protección estatal. Las barreras a la entrada no son, en la mayoría de los casos, naturales, sino impuestas por los gobiernos. Los monopolios son, por tanto, más una falla de gobierno que una falla de mercado. Pero aun en el caso de tener una sola empresa en un determinado territorio, si el gobierno no impone barreras a la entrada, esta empresa no producirá mucho menos ni cobrará mucho más que una empresa competitiva. En los pueblitos chicos de EEUU es muy común ver que la única tienda para comprar comida es un Walmart. Pero, a pesar de ser un monopolio, los precios de Walmart son increíblemente bajos y su variedad increíblemente alta. Esto se da, no por la competencia efectiva, sino por la amenaza constante de esta.

La asimetría de información, por su parte, no es un problema sino una solución. De hecho, todo lo que hemos logrado como civilización se debe en gran parte a ella. La división del trabajo que empezó con la Revolución Industrial permitió que nos especializáramos y así pudiéramos producir masivamente. Esto hizo que la información se disperse y que todos sepamos mucho de lo que hacemos, pero casi nada de lo que hacen los demás. Pero esto en vez de reducir nuestras opciones nos dio acceso a cada vez mejores estándares de vida. Los emprendedores, otra vez, resuelven los problemas. No tengo idea de mecánica, pero sé que puedo encontrar mecánicos confiables a partir de ratings independientes, mecanismos de reputación, etc.

En suma, las famosas fallas de mercado son un mito. Son solo fallas en comparación a un Nirvana inexistente al que se llega con un planificador central benevolente que sabe todas nuestras preferencias subjetivas. Pretender que los Estados puedan llevarnos hacia él, no solo es estéril, sino que ignora además las mucho más evidentes y tangibles fallas de los gobiernos.

Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia).



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