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De media cancha | 02/03/2024

El mar y los males bolivianos

Diego Ayo
Diego Ayo

Ha sido de enorme utilidad escuchar los argumentos de Loreto Correa y Andrés Guzmán en el debate que mantenemos en esta sección sobre el acceso al mar boliviano y el desarrollo de Bolivia y Chile. Sin embargo, es vital tener una propuesta a futuro. Mi tesis es simple: no podemos seguir llorando por el mar. Ya está: lo perdimos. Lo dudo: perdimos la posibilidad de tener soberanía, pero no aquella de tener mar.

Conviene repasar algunas premisas indispensables para entender lo que ello significa.

Hemos sido, tercamente, un país en busca de la suerte: argentífera, estañífera, gasífera, pero jamás del empuje de nuestros talentos. Al haber perdido la Guerra del Pacífico y no tener el privilegio de “salir” y buscar nuestro desarrollo abriendo mercados, nos queda esperar la bonanza del cielo. Vivimos a la espera eterna de un nuevo El Dorado. Hoy ese El Dorado es el litio.

Jamás hemos consolidado la nación. Ese ha sido el beneficio de inicio de Chile de la mano de Diego Portales. ¿Qué sucedió? Chile tuvo mar y nación, Perú nación y Bolivia, ni nación ni mar. ¿O sea? Chile sentaba hegemonía sobre el Pacífico, Perú se zambullía en el mar guanero y salitrero y Bolivia, a cientos de kilómetros de la costa, se entregaba al oligárquico extractivismo platero. En suma, Chile consolidaba una burguesía nacional, Perú una burguesía provisional (mientras duró el auge marítimo mencionado) y Bolivia una oligarquía “terrestre”.

Cabe recordar que en la independencia nacimos con mar los tres países mencionados. La guerra fue pues desde aquel momento la lucha por la hegemonía marítima. No es casual que nuestra primera pérdida del mar se dio con la creación de Bolivia, con un acceso al mar acotado; nuestra segunda pérdida, con la derrota de la Confederación; nuestra tercera pérdida, con el apogeo de los “caudillos bárbaros” ocupados en sí mismos; nuestra cuarta pérdida, con la derrota en la Guerra del Pacífico; y nuestra quinta pérdida, con el Tratado de 1904 (descontando los hitos históricos de pérdida o cuasi pérdida de nuestra salida al Atlántico).

El nacionalismo revolucionario de 1952 y/o el nacionalismo comunitario de 2006 (por ponerle un nombre) han servido, a pesar de su jactancia ideológica altisonante, para consolidar nuestra condición de nación cautiva. Le hemos otorgado al 52 un ideologema legitimador de la nación como supuesta antípoda del elitismo no nacionalista de antaño, pero lo hemos hecho bajo un molde de claustro que Evo Morales llevó al podio medallero. 

Somos un país tranca y los esfuerzos denodados por recuperar el mar de 1928, 1951, 1978, 1985 y 2001 fueron, en verdad, valerosas proclamas por recuperar la soberanía. Remarco: no por tener mar, sí por poseer soberanía. Si nuestro objetivo hubiese sido el mar lo hubiésemos buscado por doquier invirtiendo en ello denodadamente desde, al menos, 1840 (tras la derrota de la iniciativa confederada).

Hemos usado siempre, desde la independencia, argumentos de sobreestimación de los peligros de afuera (con Chile a la cabeza) y subestimación de los desafíos de la política doméstica y el desarrollo económico nacional. Nuestro propósito, por ende, ha sido erigir fantasmas ideológicos a quienes atacar: los gringos imperialistas, los chilenos y, hoy, desde La Paz, los cruceños. Esa ha sido la política de temor y odio que hemos solidificado dando más peso a los discursos altisonantes que a la educación con soluciones reales.

Hemos subsistido como parias esperando: a) la aparición mágica de algún recurso natural; b) la recepción de recursos de donación o de crédito de países foráneos (lo que denominados como deuda externa), y hoy, c) el respaldo a actividades ilegales como el narcotráfico como pilar de abastecimiento de colchones económicos.

Vale decir, hemos lucrado elitariamente con el título de “pobres-mediterráneos”. Esta última palabra (casi) siempre se suprime, pero es indudablemente el eje substancial (y, paradójicamente, invisible) del asunto. Se han llevado a cabo diversas investigaciones para conocer los costos de nuestra mediterraneidad y las cifras abundan, desde el 0,7% del PIB por año hasta un 3%. Creo que estos cálculos abusan de su condición matemática “exacta”. No se percatan de los efectos nocivos del aislamiento geográfico y, lo que es peor, del lucro político de ese aislamiento para los gobernantes de turno. 

¿Solución? Constituirnos en un poderoso corredor bioceánico entre el Pacífico y el Atlántico. ¿Esto va a solucionar la pobreza de Bolivia? No, pero va a generar un cambio de visión imprescindible en el desarrollo con menos lágrimas y más concreción marítima. 

Diego Ayo es cientista político.



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