Para la mayoría de los lectores la respuesta es obvia: el conocimiento es el motor del desarrollo, es lo que ha permitido a una especie humana, el Homo Sapiens, imponerse a las demás especies y forjar civilizaciones que han hecho la vida más confortable. Pero, ¿todos esos logros indiscutibles permiten afirmar que el kievita de hoy, asechado por el miedo y la muerte, es más feliz del ateniense de hace 25 siglos?
Qoelet (o Eclesiastés), el libro bíblico más pesimista, la tiene clara: “Donde abunda sabiduría, abundan penas, y quien acumula ciencia, acumula dolor” (Qo 1,18). A primera vista, si no se interpreta correctamente el texto, parecería todo un paradigma anticientífico, un consejo para que los niños que me leen (¿me leen?) dejen de lado el estudio y el dolor.
Ahora bien, en lugar de especular, intentaré ilustrar ese punto con algunos ejemplos de cómo el conocimiento genera dolor y si es oportuno limitarlo.
En primer lugar, los que se muestran en total acuerdo con la sentencia de Qoelet son las autoridades de YPFB; no porque abunden en conocimiento −los resultados hablan por sí mismos− sino por su gran consideración con el pueblo boliviano, poco o nada correspondida por la prensa independiente y los “opinólogos”. Estos críticos insensibles no comprenden que la intención de YPFB de ocultar datos y contratos no se debe a que esconden algo, sino al deseo de ahorrar al pueblo boliviano el sufrimiento de saber que su gas se esfumó, al igual que los pingues ingresos de la bonanza, que pronto nos volveremos de exportadores en arrendadores de ductos y que los subsidios han vaciado sus arcas.
La misma consideración con el pueblo boliviano, para que no sufra, la tienen las autoridades del sector minero del litio y las del Banco Central: se ven obligadas a violar la ley y buscar por todos los medios ocultar al pueblo, que les paga sus salarios, la realidad económica del país.
¿Y qué decir de la lucha contra el narcotráfico? Conocer el paradero de peces gordos, poder apresarlos y no hacerlo causa indudablemente mucho dolor en algunos policías y fiscales. Sin embargo, a las razones filantrópicas de no causar rabia y sufrimiento al pueblo, se añade, en este ejemplo, la transfiguración de ese dolor en la prosperidad que les proporciona ese descuido.
Saliendo de la triste realidad de un país a la deriva en todos los ámbitos, analizamos la crisis climática mundial: las previsiones de la ciencia son incuestionables y las consecuencias del calentamiento global son cada año más catastróficas. Sin embargo, todo ese conocimiento, que debería servir de base para tomar con tiempo medidas de mitigación y adaptación, suele causar un dolor profundo en las empresas y países que viven del negocio de los combustibles fósiles. En consecuencia, a la espera de reciclarse en otros sectores prometedores, como la transición energética, prefieren negar y mirar hacia otro lado, mientras el mundo continúa azotado por todo tipo de desastres naturales. Porque si el conocimiento es dolor, sin duda no lo es la oportunidad de sacarle provecho económico.
Como último ejemplo, quisiera referirme a la película sobre la vida del físico norteamericano Robert Oppenheimer que ilustra brillantemente el proceso que empieza con el entusiasmo de los descubrimientos científicos, pasa por la aventura de aplicarlos a una causa patriótica y termina en escrúpulos y remordimientos por tener sangre en las manos. “No quiero ver más a ese niño llorón”, comenta Truman ante un ya inservible y turbado “Prometeo moderno”.
En fin, me quedo, como el mejor comentario a la sentencia de Qoelet, lo que un científico amigo le dice al “padre de la bomba atómica”: “Eres un genio, pero eso no te hace un sabio”.
Francesco Zaratti es físico y analista.