El 22 de enero de 2006, Evo Morales juró –es un decir– a la presidencia de
la todavía república, con una agenda muy nutrida, en su mayor parte heredada de
los conflictos de octubre de 2003 o impuesta por una realidad que no aguantaba
más con el orden de las cosas. Pero sobre todo, lo que marcaría la diferencia
entonces era el origen étnico del nuevo mandatario. Un indio en el poder fue
una ruptura más que significativa y para muchos esperanzadora, aunque la fuerza
de la seducción se desvaneciera con el tiempo.
El gobierno de Morales creó de entrada la ilusión de que todo estaba por hacerse y que el proceso de refundación implicaba prácticamente el desconocimiento del pasado inmediato. En cierta forma la historia comenzaba o retomaba continuidad con un pasado prehispánico, impreciso y mitificado, al que había que volver para recuperar lecciones que permitirían darle sentido y fundamento a un discurso que oscilaba entre los postulados de la revolución “socialista” y la re-vuelta indígena.
En el cofre del nuevo mandatario aparecían entrecruzadas consignas y acciones diversas. Morales estaba motivado por encabezar una especie de “revolución tardía” y una nacionalización del gas, que se comprobó posteriormente como inconclusa. También lo motivaba la necesidad de impulsar cambios constitucionales para transformar las reglas concebidas para “unos pocos” en un gran paraguas normativo, de derechos y obligaciones, que protegiera a todos por igual.
Después de casi una década de dificultades que afectó al país, Morales llegó al poder en 2006 con los mejores vientos en la economía. El alza en los precios de las materias primas convirtió la ley de Hidrocarburos promulgada por el Congreso un año antes – mayo de 2005–, que establecía regalías por el 18% y un impuesto deducible del 32%, en la fuente multiplicada de ingresos para un país que parecía acostumbrado a administrar la pobreza y no la abundancia.
Aunque críticos en principio, los empresarios y las transnacionales petroleras, que objetaron la reforma y la calificaron de “confiscatoria”, con el transcurrir del tiempo fueron beneficiarios de algunos ajustes que les permitieron acomodarse ventajosamente a la nueva situación.
El nuevo Presidente había transformado una ley de otros en el emblema económico exitoso de su gestión y la nueva Constitución en un acta de refundación. Los sobresaltos y la inestabilidad habían quedado atrás. Los bloqueos de abril y diciembre de 2000, el alzamiento de octubre de 2003 y sus secuelas quedaban como los episodios turbulentos en el camino a la construcción de una nueva realidad. Por si esto fuera poco, un período de ingresos inéditos acompañaba las “transformaciones” y les daba un piso extraordinario de credibilidad.
Muy distinto fue el inicio de gestión del presidente Luis Arce. No solo arrastra el doble peso de la crisis sanitaria y su efecto sobre una economía que venía mal desde 2018, sino la dificultad enorme de compartir algún tipo de ilusión con quienes le dieron una victoria contundente el 18 de octubre. La poco creíble “recuperación de la democracia” y el forzado intento de convertir la gestión económica de su antecesora en el origen de la crisis, son insuficientes para alimentar la agenda de una gestión con pocas sorpresas o hechizos bajo la manga y sin los recursos para asegurar la satisfacción de múltiples demandas.
Arce no puede ser el nuevo Evo porque comparte muy poco con el exmandatario. Es más, Morales agotó el arsenal del “cambio” y se fue antes que las facturas de la crisis llegaran a sus manos. La posibilidad de un “Lucho cumple” es muy remota sin los dólares del gas y con las arcas del país disminuidas.
El Presidente debe demostrar, no es tarea fácil, que el modelo económico social, comunitario y productivo puede funcionar en un escenario adverso y que es posible superar el mal momento sin aplicar medidas que supongan un alto costo social. Habrá que ver, por ejemplo, si puede atender los pliegos sindicales que se vienen en el primer trimestre y si sus aliados de hoy serán tan dóciles cuando deba decir “no” a sus exigencias.
Hasta hoy y para el recuento, queda el bono del hambre, una iniciativa impulsada por el anterior gobierno, pero que cuyo monto fue duplicado por el candidato del MAS en campaña a riesgo de tener que asumir las consecuencias de la oferta. En principio el beneficio llegó por igual a todos, necesitados y no tanto, para cubrir algunos gastos pendientes o darse algunos gustos navideños.
La idea de que esos recursos sirvan para alentar el “compro boliviano” difícilmente tendrá efecto, porque estamos rodeados de países que devaluaron en más del 60% sus monedas y ofrecen productos mucho más baratos. Así las cosas es más probable el “compro de contrabando” que el “compro boliviano”, por lo que una medida supuestamente concebida para beneficiar a los productores locales podría terminar beneficiando a los de fuera.
A Arce no le queda mucho más que ofrecer o hacer. La reforma judicial emprendida con tanto entusiasmo por el ministro Iván Lima quedó en nada a poco de comenzar y en medio de decisiones controversiales en el ámbito judicial, generosas con los perseguidos de ayer y endurecidas con los de hoy. Un tema crucial como ese podría haber representado un aporte sustantivo y diferenciador de la gestión Arce, pero pesó más la necesidad de satisfacer a unos cuantos militantes que a todos los bolivianos.
La salud, otro de los asuntos centrales y urgentes, sobre todo en tiempos del rebrote de la pandemia del COVID-19, representa un desafío mayúsculo para un Presidente que, como candidato, basó su campaña en las críticas a la mandataria anterior. Aunque el embate podría ser menos duro que en marzo de 2019, de todas maneras el relajamiento de las restricciones y la indisciplina social podrían provocar muchos problemas y desnudar nuevamente “negligencias” y debilidades acumuladas desde hace años en el sistema de salud.
A Morales lo acompañó no solo la suerte de contar con un momento internacional extraordinariamente favorable, sino la de ser él mismo, por su origen y condición, un símbolo reivindicatorio para muchos en lo interno y un referente en lo externo. El expresidente rechazó siempre las críticas a su gestión y denunció frecuentemente como racistas a sus detractores. Para Arce las cosas son muy diferentes. El mundo no es el mismo, los pretextos tampoco y llega con el cofre vacío.
Hernán Terrazas es periodista.