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Al Contrario | 23/07/2020

Dilemas de vida o muerte

Robert Brockmann S.
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Todas las sociedades enfrentan a veces algún dilema vital: esto es, se ven obligadas a elegir entre una opción u otra, sin que sea posible dilucidar entre cuál es, en nuestro caso, peor. Pero pocas veces las sociedades deben enfrentar dos o más dilemas vitales a la vez, de cuya decisión dependa la vida o muerte, el bienestar, el porvenir y/o la paz de esa sociedad. Bolivia está hoy ante dos encrucijadas, cuya resolución depende, en esencia, de la decisión de una sola persona: el presidente del Tribunal Supremo Electoral, Salvador Romero Ballivián.

El primer dilema es la opción entre si ir a las elecciones el 6 de septiembre, o no. Como estamos dolorosamente conscientes, la curva de contagios del COVID-19 todavía está en ascenso y todas las proyecciones muestran que alrededor de esa fecha estaremos cerca del pico de contagios. Y llevar a cabo el evento de masas por excelencia, como es una elección nacional, bajo las medidas de precaución que fuere, es una invitación a una tragedia de proporciones bíblicas.

La República Dominicana llevó a cabo elecciones el último 5 de julio y los contagios se multiplicaron de tal manera que el 20 fue necesario declarar el toque de queda, una medida militar.

Bolivia necesita un gobierno con la legitimidad y la representatividad para tomar las medidas enérgicas y necesarias contra la pandemia. Y a la actual administración, por su cualidad de transitoriedad, se le agota la autoridad. No importa cuánta buena voluntad podamos ponerle, otorgarle o proyectarle, el gobierno de la presidenta Añez está agotando su capital político. Debe haber un nuevo gobierno, pero no puede haber elecciones en un lapso previsible. No porque el gobierno o el TSE no quieran, sino porque es una decisión de vida o muerte. Pronto habrá que pergeñar un nuevo pacto social, cosa que no se puede mientras la presidenta sea, a la vez, candidata.

El otro dilema es si se debe eliminar la sigla del MAS, debido a la indiscutible violación de la ley electoral por su candidato, Luis Arce, al haber hecho públicas cifras de encuestas. Jamás debería ser considerado un delito, pero lo es. La norma es clara y, aunque también es claramente anticonstitucional, el gobierno del MAS la aplicó “sin derecho a lloriqueos” –dijo Juan Ramón Quintana– para eliminar a la oposición en el Beni en 2014. Hoy el MAS aduce la inconstitucionalidad de su ley, lo cual ilustra su absoluta falta de integridad. Perpetra normas delictivas y las aplica contra sus enemigos cuando le conviene y cuando se le vuelven en contra, las denuncia. Eso sí es delincuencial.

Para muchos está claro que al MAS se le debe aplicar su propia medicina, sin miramientos, porque es la ley, y lo merecen. Legalmente es claro como el agua. Pero, ¿y las consecuencias en el corto, mediano y largo plazos? Eliminando la sigla no desaparecerá su 30% o más de electorado duro, mucho de él gente dispuesta a ejercer violencia. Sin MAS, no queda nada a la izquierda de Comunidad Ciudadana, que ocupa un espectro desde centro izquierda hasta centro derecha. Y no es que los electores del MAS transitarán pacíficamente a otras siglas. Sin posibilidad de expresar su preferencia política, su eliminación gestaría un Sendero Luminoso. Ya no son tiempos en que algo así se pueda resolver mediante una explosión de represión. Y cuando surge un movimiento terrorista así, toma al menos una década sangrienta eliminarlo (como en Perú), o varias reabsorberlo (mal) en el sistema político (como en Colombia).

Aunque la tentación de hacerle probar su propia medicina sea fuerte, se puede y se debe derrotar al MAS en las urnas, mientras se avanza en procesos legales por todo el largo menú de delitos cometidos por su cúpula, ante la justicia nacional e internacional.

Robert Brockmann es periodista e historiador.



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