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Sin embargo | 21/06/2024

Dilemas de la voluntad popular

Jorge Patiño Sarcinelli
Jorge Patiño Sarcinelli

La voluntad popular es un concepto fundamental en la comprensión y operación de la democracia, y las elecciones y referendos son los hitos de la revelación de esa voluntad. Es el gran momento del “vox populi, vox Dei”. No conozco la tronante voz de Dios, pero quiero discutir aquí algunos dilemas que plantea la idea de la voz del pueblo. Ya estamos en clima preelectoral y se oyen frases como “si los bolivianos quieren”; así que son relevantes.

La opinión simple, quizá generalizada, es que la voluntad popular es algo que existe y que una elección o una consulta popular son métodos fiables para descubrirla, como quien levanta un manto que la cubría, y que para cada pregunta que se quiera formular, el pueblo sabe qué responder, expresando esa voluntad.

La formulación de una pregunta –simple, compleja o ambigua– o el clima político en el momento de la consulta tienen una influencia decisiva en la respuesta, pero cuando la ignorancia de la ciudadanía sobre la materia consultada hace imposible formular preguntas al alcance de la comprensión general, la dificultad no tiene solución. Simplemente, no se debe hacer consultas populares sobre esas cuestiones, como insulsamente se hizo hace unos años sobre el gas.

Sin embargo, hay otro tipo de dificultades, más sutiles y complejas porque son consecuencias racionales de cualquier proceso de consulta popular que resulte de la agregación de preferencias ciudadanas; como en una elección por mayoría. Un ejemplo que pone en evidencia uno de esos dilemas insolubles es que es posible que el ganador de la segunda vuelta pierda en una elección mano a mano con quien salió tercero en la primera. (Este resultado está demostrado con chuwis en el artículo que publiqué en BD este 27.5).

El resultado es antintuitivo y sospecho que a muchos lectores les produce la sensación de una ilusión óptica, como dibujos de Escher. Eso es en gran parte porque la intuición que tenemos sobre la voluntad popular se basa en preferencias personales. Si alguien prefiere la sajta al fricasé y el fricasé al plato paceño, se supone que preferirá la sajta al plato paceño. Esta característica se llama transitividad.

La voluntad popular expresada por mayoría electoral no es transitiva y, por eso, el tercero podría ganarle al primero. Así nomás es, y los que defienden las segundas vueltas deberían entenderlo. Esto no quiere decir que el resultado de la primera vuelta sea necesariamente mejor. Es posible que el segundo y el tercero tengan afinidades programáticas que hacen que una alianza entre ellos sea “mejor” que el primero solo.

De ahí, la importancia de los programas. Las elecciones no deberían ser competencias entre candidatos que solo se distinguen por su carisma. Detrás de cada uno debería haber un programa de Gobierno y un partido con capacidad para ejecutarlo. Las afinidades programáticas deberían llevar a alianzas postelectorales que minimicen la arbitrariedad de las preferencias, pero no es garantía de que no se den esas paradojas. De todas maneras, la mayoría no entiende ni vota por programas, ni aquí ni afuera.

Que el concepto fundamental de voluntad popular de la democracia adolezca de contradicciones no quiere decir que debamos abandonarla, sino que debemos aceptarla con sus contradicciones. Como lo dice el famoso Arrow, “la doctrina de la soberanía de los votantes es incompatible con el de la racionalidad colectiva”, pero debemos vivir con sus dilemas, como los aceptamos en otras cosas de la vida.

Ya que tocamos la cuestión de la voluntad popular, veámosle otro ángulo interesante: los dilemas que la idea de “ser en el tiempo” plantea sobre el ejercicio de la voluntad que llamamos libertad. Por ejemplo, la voluntad que una generación le impone a la siguiente cuando escribe constituciones y leyes para el futuro (como lo son todas).

Al respecto, dice Rousseau: “…un texto constitucional, promulgado en un pasado remoto, que pretende superioridad sobre la voz de los ciudadanos (que están) vivos, es un insulto, una perversión, una ofensa a la razón e incluso contra natura”. Claramente, Rousseau era un defensor de la supremacía de la voluntad del presente.

Arrow pone más leña al fuego cuando dice que “la economía no ha podido jamás explicar por qué los diseñadores de políticas deberían tomar en cuenta los intereses de las futuras generaciones”. En esa lectura, otra vez, el mundo pertenece a quienes están vivos, que en esta lectura no tendrían por qué sacrificarse para invertir en el largo plazo.

Un aspecto de la irracionalidad popular es el predominio de las emociones colectivas en momentos críticos de la vida democrática. Esto motiva una lectura de la Constitución, no solo como el sabido límite que la sociedad pone al poder de los gobernantes, sino un tope a los desenfrenos emocionales de un futuro previsible; como un Ulises que se amarra al mástil para no ceder a la tentación de las sirenas que sabe que vendrán a cantarle, pero que no quiere dejar de oírlas (o, en ese caso, no puede dejar de oírlas).

En la práctica, los grandes cambios constitucionales se dan justamente en los momentos en que priman las grandes emociones. Es decir, tenemos a “un José ebrio legislando para un José sobrio”. Discordando de Rousseau, Rubenfeld, en su libro Freedom and time, dice que “la democracia no puede buscar de manera racional el Gobierno por la voluntad popular presente y que debe, más bien, buscar gobernarse a través de compromisos duraderos”.

En lo personal, dice él, nos hacemos compromisos para el futuro como una manera de escribirlo, de ser autores de nuestras vidas en un sentido de libertad más amplio y profundo que el de una loca libertad de vivir el presente.

Es legítimo que una persona elija la opción de la cigarra: exprimir el presente hasta la última gota, sin preocuparse por el futuro ni con ataduras del pasado. De manera similar, una nación debe elegir entre el ejercicio permanente de la democracia como la voluntad de quienes están vivos, o encontrar un equilibrio entre esta voluntad sin ataduras y la proyección hacia el futuro de compromisos de los cuales la sociedad como un todo es propietaria.

Ciertas políticas públicas –en educación, justicia, diplomacia, etc.– no son eficaces si no se las plantea y ejecuta como compromisos colectivos de largo aliento, que trascienden los ciclos electorales y las preferencias del gobernante de turno; quien debe, más bien, ser el guardián de esos compromisos, aunque no los haya propuesto.

El concepto clave aquí es que somos seres en el tiempo. Tú no le impones compromisos a otro yo. Tú eres el mismo ser que se hizo esos compromisos: el joven loco y el viejo sensato son un solo ser que existe en el tiempo. Lo mismo vale para la persona que amas, quien hoy es la fracción instantánea de la que vienes amando hace años y el amor que le tienes es la acumulación de un amor en el tiempo. Esto lo saben las hormigas que construyen relaciones que sobrevivan el invierno.

Lo mismo, mutatis mutandis, vale para naciones. En este sentido Rousseau estaba equivocado; la generación anterior no es otro sujeto que le impone leyes al futuro, es la misma nación que se proyecta en el tiempo. Sin embargo, Rubenfeld argumenta que “la libertad es un juego permanente entre vivir bajo compromisos propios y reescribirlos, pero debemos distinguir los momentos de [necesaria] ruptura con el pasado de la libertad misma”. El gran desafío está en hacer esta distinción.

La libertad y la voluntad, individuales y colectivas, encierran dilemas genuinos; es decir, disyuntivas para las cuales no hay soluciones perfectas, pero que hacen la vida y la política más ricas en su incorregible pero fértil imperfección.




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