Hace unos 25 años hice un pequeño y entrañable viaje con Eduardo Pérez Iribarne, su hermana, su cuñado y una amiga española suya, por el sud del país. Llegamos hasta Laguna Verde y luego terminamos nuestro periplo, pasando primero por Potosí, en Sucre.
Fue una experiencia especial no solo por la arrolladora personalidad del sacerdote jesuita, sino porque fue un viaje en el que sin haberlo planificado se dio una situación muy especial que me ayudó a entender un poco más tanto el pasado como el presente de nuestro país.
Hace 25 años no estaban asfaltadas las carreteras que unen a Uyuni con Potosí y Oruro, por lo que el viaje era difícil; tampoco había buenos hoteles: en Uyuni nos tocó pernoctar en uno sin baños privados ni calefacción, pero desayunamos maravillosamente en la casa de los dueños de la pequeña agencia que nos proporcionó el carro para hacer el recorrido por las lagunas de Sud Lipez.
La segunda noche de nuestro periplo llegamos al pueblito de San Agustín, capital de la provincia Enrique Baldivieso; todos pasamos la noche en una misma habitación, el baño no tenía agua corriente y por supuesto ni pensar en una ducha. Esa noche el padre Pérez ofreció decir una misa en la pequeña iglesia y asistieron una buena docena de personas; luego la gente del lugar le pidió si podía dar una misa más al día siguiente, que era domingo, y si pudiera ser de difuntos.
El cura accedió y, pese a mi temor de que no asistirían muchos feligreses, el templo se fue llenando hasta que no entraba un alfiler. El sacerdote leyó los nombres de los difuntos que estaban escritos en un papel que le habían pasado los deudos, pero rápidamente apareció otro papelito más, y luego uno más y uno más. Entonces Eduardo sugirió a la feligresía que quien así quisiera diera en voz alta los nombres de sus difuntos. Empezó cada quien a pedir que la misa fuera por el alma de los suyos lo que alargó la casi media hora ( aclaro para los maldicientes que obviamente el padre no cobró un céntimo).
Esta escena se quedó en mi retina y en mis oídos porque pude vivir por una vez un momento verdaderamente íntimo en una comunidad indígena del altiplano boliviano; entendí una aseveración de otro sacerdote que había entrevistado unos años antes, el padre Obermaier, que nos dijo a mí y a un colega alemán, que “el pueblo aymara es fundamentalmente católico” ( en ese momento hasta nos reímos de la aseveración). Finalmente unos años después pude engranar esas vivencias con la teoría al leer una tesis doctoral sobre la cristianización en el siglo XVI; la autora aseveraba que los rituales de la muerte habían sido determinantes en el cambio de religión en los Andes.
La celebración del cura Pérez, convertida de facto en misa de difuntos, me enseñó esa realidad. El artífice de ese espontáneo y extraordinario encuentro fue Eduardo Pérez, que conocía la realidad boliviana de a de veras y que tenía una intuición y una sensibilidad a flor de piel para poder dar lo que esa comunidad, su feligresía momentánea, necesitaba.
Pero también conocí a Eduardo Pérez no solo en su calidad de hombre público, de hombre de la noticia o las actividades multitudinarias, sino en lo que él era en primera instancia, un cura, un pastor de almas.
El miércoles pasado fui a rendirle mis respetos en la iglesia de los jesuitas y recordé que me contó como había dado un ultimátum a sus padres a los 17 años para que le dieran el permiso para iniciar su vida en la orden que fue su familia de ahí en adelante. Está claro que ese adolescente sabía lo que buscaba y cómo quería vivir su vida.
Eduardo Pérez deja un gran legado en Bolivia, no solo en el ámbito de la comunicación. Ha tenido una despedida que reconforta a quienes lo quisieron y lo apreciaron. Solo los canallas, como cierta exministra del MAS, no pueden reconocerlo.
@brjula.digital.bo