¡Qué difícil resulta escribir una columna en estos tiempos! Cualquier cosa que uno diga sobre el fucking coronavirus ya ha sido superabundantemente dicho de las formas más sesudas en centenares de artículos, memes o videos que comparten todos y cada uno de los amigos y parientes del WhatsApp, cada uno de ellos recibido siete u ocho veces. Y por el otro lado, todo lo demás importa un higo.
Este tiempo nos arrolla. Nuestra generación –todos los que estamos vivos en este momento–nunca ha vivido nada parecido. Este enemigo invisible que viene por nosotros se asemeja, probablemente, a lo que habrán sentido los indígenas americanos cuando llegaban los microbios traídos por los conquistadores españoles. Esta misma sensación de pavor a algo invisible pero concreto, porque nada hay más concreto que la muerte.
Imaginemos esta escena, en cámara súper lenta. Somos una pequeña multitud variopinta que está cruzando una gran avenida. Unos van, otros vienen. De pronto, aparece un camión desbocado. No lleva conductor y se le han soltado los frenos. Nos va a arrollar y el impacto va a ser pleno. No hay tiempo para apartarse y varios van/vamos a morir. No hay forma de evitarlo. Unos se dan cuenta antes que otros y el tiempo empieza a ser percibido de forma diferente por todos. Los que se dan cuenta a tiempo empiezan a gritar y empujar a la gente, apartándola. La gente empujada se indigna, clama por su derecho a cruzar la calle con libertad. Algunos incluso intentan razonar con el camión desbocado, que viene a velocidad suicida, leyéndole el Código de Tránsito. El impacto llega, inevitable.
Mueren muchos. Los que no se apartaron a tiempo, los que se negaron a escuchar, los que discutieron con los que gritaban y empujaban, los que estaban distraídos y los que no pudieron apartarse. Las últimas palabras de una fueron todas y todes. Sobreviven los que estaban atentos, los que obedecieron las órdenes y al instinto básico de proteger la vida antes que discutir derechos. Y los afortunados. Saliste y te atropelló un camión. Tarde para discutir de leyes.
Mientras escribo –es lunes– el coronavirus ha matado a tres personas en Bolivia. Cuando leas estas líneas, el jueves, la cifra se habrá multiplicado por tres o cuatro, y así, exponencialmente. Estamos en el instante exacto del impacto, en cámara súper lenta. Pronto sabremos de la muerte de conocidos, de amigos, de parientes, de seres queridos. Acaso la muerte toque nuestra propia puerta. En pocos días más este miedo se hará muy concreto. Me pregunto qué será mi mundo, tu mundo, cuando me vuelva a tocar escribir, en dos semanas. En mi propio edificio, ¿veré pasar cuerpos?
Mis padres, muy ancianos y frágiles, viven a diez cuadras. Hablamos todos los días, pero no los veo hace dos semanas. Los veré el miércoles, cuando puedo dejarles mercado, pero no podré abrazarlos. Y si el virus toca su puerta, sé que no podré atenderlos… ni nada peor. ¿Qué carajos se hace? ¿Cómo se maneja eso? La última vez que nos despedimos fue como cualquier día, no sabía que el virus nos separaría.
Nadie en este mundo estaba preparado para esto. Vino tan rápido… ¿Recuerdas nuestro brindis de Año Nuevo? “Que nos vaya bien a todos”. Iba a haber elecciones y todo. Ahora parecen nimiedades. Ya no sé cómo será el mundo cuando vuelva a sacar mi moto para ir a dar un paseo o siquiera si volveré a sacarla. Sólo sé que si salimos de esta, saldremos más a menudo y me haré un tatuaje. Oigan todos, todo queda perdonado. Como los músicos del Titanic, les digo, generación mía, ha sido un honor tocar con ustedes. Paz.
Robert Brockmann es historiador.