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Posición Adelantada | 09/05/2022

Dejemos de celebrar el 1 de mayo

Antonio Saravia
Antonio Saravia

La Segunda Internacional Socialista se fundó en París, en julio de 1889, auspiciada por Friedrich Engels, el gran colaborador y mecenas de Karl Marx. Su primera medida, y probablemente la que mayor alcance tuvo, fue declarar el 1 de mayo como el Día Internacional del Trabajo. La fecha fue elegida, en parte, como un homenaje a las violentas protestas sindicales que habían ocurrido tres años antes en la plaza de Haymarket en Chicago. Aunque a partir de ese año muchos países empezaron a celebrar el 1 de mayo, en EEUU, donde se produjeron las protestas sindicales, el Día del Trabajador se movió a septiembre ya que el presidente de esa época, Grover Cleveland, quiso tomar distancia con lo decidido por la organización marxista.

El Día del Trabajador es, por lo tanto, un resabio socialista originado a partir de la acción sindical y guiado por las ideas equivocadas de Engels y Marx sobre la lucha de clases y la “explotación del proletariado.” En la mayor parte de los países en los que se celebra, el Día del Trabajador se ha convertido en un referente anual para el caos y la violencia que generan la presión por aumentar salarios mínimos y beneficios para los trabajadores. Considerando su origen histórico e ideológico, además de sus consecuencias prácticas, ¿es justificable seguir celebrándolo? ¿Existen motivos para celebrar una fecha que promueve ideas erróneas y perjudica a los mismos trabajadores a los que se quiere festejar?

En términos teóricos, el Día del Trabajador está basado en una idea falsa y largamente superada: la teoría objetiva del valor. Engels y Marx tomaron prestado este concepto de los economistas clásicos y concluyeron que, dado que la cantidad de trabajo es la que genera el valor de los bienes y servicios, entonces los trabajadores deberían recibir la mayor parte de ese valor como retribución a su esfuerzo. Dado, además, que Engels y Marx observaban que en el proceso de producción capitalista los empresarios (la burguesía) se llevaban la mayor parte del valor del producto, entonces concluían que los trabajadores estaban siendo explotados y que los empresarios se apropiaban injustamente de su plusvalía. Esta es la idea que da pie y justificativo a la lucha sindical. Los sindicatos ven el proceso productivo y sus frutos como un juego de suma cero: lo que se llevan los empresarios es lo que podría haber quedado “justamente” para los trabajadores.

Pero la teoría objetiva del valor es falsa y probablemente no haya un solo economista moderno que la sostenga. El valor de los bienes y servicios es subjetivo, y no depende (objetivamente) del monto de trabajo que contenga, sino de las preferencias del consumidor. De la misma manera, aunque el capital, la innovación y los riesgos que toma el empresario también forman parte del proceso productivo, estos tampoco determinan el valor de los bienes y servicios. El valor del producto final, así como el de los insumos y los factores de producción, es siempre subjetivo y determinado de forma voluntaria en el mercado.

En términos prácticos, la acción sindical que sostiene y fundamenta el Día del Trabajador termina convirtiéndose en una mafia que actúa solamente a partir de coerción y violencia. Es por lo tanto inmoral y antihumana. El economista Morgan Reynolds, que dirigió el Departamento del Trabajo en EEUU a principios de los 2000 decía que los sindicatos son “sociedades con juramentos secretos cuyos miembros ejercen intimidación, amenazas, vandalismo y violencia, especialmente contra los trabajadores que no quieran unírseles.” En 1894, cuando el presidente Grover Cleveland movió el Día del Trabajador a septiembre, los sindicatos eran activamente racistas y lograban mejoras salariales presionando a sus empleadores a no contratar a trabajadores que no pertenecieran al sindicato. Por supuesto, los trabajadores que no pertenecían al sindicato eran negros o inmigrantes irlandeses o italianos.

Después de la Guerra Civil en EEUU, los trabajadores negros empezaron a integrarse a los mercados laborales, especialmente en los ferrocarriles que eran una industria que florecía y contrataba a cientos de miles de trabajadores. Los trabajadores blancos en esta industria, que se llamaban a si mismos los Protestantes Nativos, vieron el influjo de trabajadores negros como una amenaza a sus puestos de trabajo y organizaron sindicatos que activamente amenazaban a las compañías ferrocarrileras con huelgas si contrataban trabajadores negros o católicos. Para poder trabajar, entonces, los trabajadores negros tenían que cobrar muchísimo menos que los blancos para que así las ferrocarrileras aceptaran tomar el riesgo de contratarlos. Con la nacionalización de los ferrocarriles, los sindicatos presionaron para que el gobierno pasara una ley (la Davis-Bacon Act) que prohibía a las empresas públicas contratar a nadie por menos de cierto salario mínimo. La idea, una vez más, era no permitir que se contraten trabajadores negros o inmigrantes que estaban dispuestos a recibir un menor salario. Y esta es la cruda verdad histórica: el salario mínimo es una política pública de origen racista.

Los sindicatos de hoy no son mucho mejores que los de antes. La presión anual de todos los 1 de mayo para subir el salario mínimo causa no solo que las empresas ganen menos, sino que contraten menos y suban el precio del producto final. Las subidas salariales que consiguen, entonces, no provienen necesariamente de los empleadores sino de los consumidores que pagan más y de todos los trabajadores no afiliados (en su mayoría los más jóvenes) que no podrán conseguir trabajos. Los sindicatos, y los gobiernos que los apañan, consiguen ventajas para si mismos a punta de extorsión institucionalizada. En Bolivia eso se traduce en desempleo, informalidad y precariedad. A más huelgas, marchas y poder político de la COB, y más concesiones del gobierno para ella, menos trabajadores son contratados, más informal se hace nuestra economía y menos inversión y producción se genera. ¿Por qué entonces celebrar un día en el que los sindicatos logran ventajas a partir de coerción, inmoralidad e ideas ya superadas mientras dejan un universo de trabajadores desempleados y sin futuro?

Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia)



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