Nuestros amores difieren tanto unos de otros que le pedimos mucho a una palabra cuando esperamos que los contenga todos. Es un enigma del lenguaje que teniendo vocablos específicos para diferenciar, por ejemplo, lúgubre de lóbrego, pasajero de efímero, dudar de vacilar y muchos otros preciosismos, cuando se trata del amor, usamos la misma palabra para lo que sentimos por la madre patria y la que nos parió.
Moviéndonos al reino animal, el amor que despierta un gran danés en los que tienen la debida propensión canina es diferente del que provoca un chihuahua. Un perro grande puede ser compañero de caza, de un policía o de un ciego; uno pequeño será el de una dama de sociedad o un niño; despertando cada uno de ellos sentimientos particulares en sus dueños, pero nunca serán el compañero de una bruja o de un mago, lugar por excelencia de un gato negro.
La relación que tenemos con los gatos pertenece a un universo aparte, exclusivo no solo de los felinos, sino de lo felino. Recordemos, por ejemplo, la figura de Fantomas pasando sus dedos lánguidos por el pelo de un gato que, con ojos de esfinge, nos mira desde la mesa donde está echado, dejándose acariciar, detenido en el tiempo. Hay en lo felino un misterio, que un perro, cuya maldad adquiere su máxima expresión en un dóberman, nunca alcanza.
Si admitimos que los animales tienen sentimientos y que perros y gatos están en la misma categoría de complejidad sentimental –superior, digamos, a la de un canario o una tortuga– sin duda el que expresa sus sentimientos de manera más efusiva es el perro. Nunca veremos a un gato entrar en paroxismos de felicidad ni contorsionarse cuando va a recibir a su dueño, y si lo hace, será con aire de indiferencia, casi de reproche, a esperar su leche.
Es difícil elogiar en alguien su aire perruno. Podemos decir de alguien que tienen un andar de gacela para señalar elegancia o que tiene la fuerza de un toro, pero solo lo felino nos permite decir como Gautier de su amigo Baudelaire: que era “un gato voluptuoso, cariñoso, de maneras aterciopeladas y aire misterioso; lleno de fuerza en su plasticidad fina”. Este les dedica tres poemas en las Flores del mal, en los que fusiona lo que siente por un gato con lo que le evoca una mujer: “Su mirada, como la tuya, bestia amable, profunda y fría, corta y raja como un dardo”.
El poeta dice que las caricias de los gatos son “tiernas, delicadas, silenciosas, femeninas, y nade tienen en común con la petulancia grosera de los canes”. Los amantes de los perros seguramente protestarán.
Sobre gatos y perros se ha escrito mucho, y ahora se suma a esta literatura la de un sicólogo francés, Claude Béata, quien desarrolla un sicoanálisis de los gatos en La interpretación de los gatos, libro suyo que está en la lista de best sellers en su país. “Un veterinario siquiatra francés pone a los gatos en el diván”, dice la noticia (NYT|04|11|24|) de la cual voy a extraer citas para disfrute –así espero– de mis lectores gatófilos.
No creo que pueda aumentar el amor que tienen por sus gatos quienes se dicen sus dueños, sino transmitir algunas observaciones que quizá aumentarán la comprensión de sus almas. Aquí es pertinente la observación de algún conocedor del alma gatuna, quien señala que nunca somos dueños de un gato. Ellos nunca se dejan dominar, nunca rinden su independencia a nadie. Amar a un gato es que como una pasión por alguien que deseamos pero nunca poseeremos.
Dice el siquiatra Béata “Hoy los gatos son un icono. Pero ayer eran demonios, parientes de brujas. Y mañana quizá vuelvan a ser demonios. Porque no los entendemos. Solo proyectamos”, y añade: “Los gatos no son tan fáciles de entender como los perros. Estos son una especie social; es fácil hablar con ellos. Los gatos son siempre seres extraños”; enigmáticos, también podríamos decir.
“En su libro, explica el comportamiento felino presentándonos al hiperactivo Nougatine, que siembra el caos allá donde va; al hipervigilante Caramel; a los ferozmente territoriales Kiss y Cheri; y a otros muchos con nombres sabrosos”. Y observa: “los gatos son relativamente nuevos entre los humanos, mucho más que los perros. Cuando salen a la calle, son a la vez depredadores y presas. Por eso, a los gatos que vagan libremente les cuesta más relajarse en tu regazo. Los gatos que viven al aire libre viven una media de cuatro años menos que los que están confinados en casa”.
Quienes reciben amor animal cotidiano bajo la forma de lamidos matinales, ladridos alegres, colas que se agitan y fidelidad incondicional quizá queden indiferentes ante los misterios que describe Béata, pero a quienes sus gatos les expresan un amor sutil, enroscándoseles entre las piernas mientras lo ronronean en su lenguaje delicado, sospecho que lo apreciarán. Que sea motivo para buscarlos en Baudelaire.