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Cartuchos de Harina | 08/03/2025

Cuando el curita es malo, necesita más del santo

Gonzalo Mendieta Romero
Gonzalo Mendieta Romero

No fui devoto del Jaime Paz político ni presidente. Recuerdo su defensividad con los periodistas (“¿por qué no respetan a su presidente?”) o su reclamo público por el modesto avión presidencial (!). Sin embargo, con sus sombras, su gobierno ha envejecido bien. Miren sino la suerte de otros mandatarios, incluido el actual.

Estuve una vez con el expresidente: discurría por teorías poco convincentes de que el proceso conducido por Evo, quien ya gobernaba, se originó en el MIR. Si Jaime sentía ese nexo, era inexplicable por qué fue candidato a prefecto de Tarija en 2005 contra el evismo, no a favor, con la agrupación Podemos de Tuto Quiroga.

Pero Paz Zamora tiene otra faceta, menos visible, superior a la de los amigos oportunistas del éxito y presurosos detractores del fracaso. Es una sensibilidad de certezas interiores.

En octubre de 2003, Paz Zamora dio una conferencia de prensa. Lejos de estrellarse contra nadie, ensayó un aliento al país y una comprensión de ese duro trance, con la voz entrecortada. Su partido formó una coalición tirante con el MNR de Goni, pero Jaime Paz no se justificó ni deslindó responsabilidades. Al contrario, empatizó con la congoja nacional.

Cuando Luis Arce Gómez llegó a Bolivia entregado por Estados Unidos, después de purgar su condena, los entrevistados alardeaban de un coraje de la hora nona respecto del hombre fuerte de la dictadura de 1980. Paz Zamora poseía pergaminos para criticarlo también, pero se contuvo: sin condonar sus acciones, dijo algo así como que no echaría más tierra a un anciano preso cuando ya carecía de poder.

En 1992, Ana María Romero esbozó un perfil del presidente Jaime Paz en la revista Nueva Sociedad. Ella supo que no fue del agrado de él. El artículo concluía así: “Inmerso de lleno en la lid política a la que se ha entregado con el sacrificio de su vida personal, aquel joven seminarista que un día dejó los hábitos, dispuesto a cambiar el mundo, no imaginó que el mundo lo cambiaría a él”.

Jaime Paz casi fue sacerdote. Le quedaron, pues, huellas de esa formación. Quizá fue por su fe heredada, de la que bebió también –radicalizada por varios jesuitas– su hermano menor Néstor (“Francisco” fue su nombre de combate elegido, por razones semejantes a las de Jorge Bergoglio) hasta su muerte por inanición en la guerrilla de Teoponte.

En el prólogo al diario de Néstor, reditado hace 30 años, Jaime Paz calificó a su hermano en la guerrilla como un “doloroso error político y táctico-estratégico… (pero) un iluminado acierto humano y cristiano”. El malabarista y hábil político que Jaime lleva dentro rayaba así en el oxímoron. A diferencia de su hermano, él se entregó al oficio público y devino en un pragmático, como infería Ana María, pero con fe. Nada de eso es indigno.

Hace unas semanas, Jaime Paz reapareció en la televisión. Sin alejarse de su hijo Rodrigo, el expresidente eludió cualquier ñoñería de patriarca. Más bien, hizo gala de su oficio y recursos. Ahora se pueden apreciar mejor, cuando el país va huérfano del genio y las arengas de los líderes de raza que han atravesado su historia.

Pragmático, Paz Zamora aconsejó impugnar a Evo por su gestión del Estado, no por su libertina vida ni usando los juicios que corresponden a las afectadas. También deslizó que la oposición debe ingresar al campo popular, no ahuyentarlo (como explicitó mejor luego Rodrigo o como practican Chi y Manfred).

Jaime, además, criticó con vinagre la “unidad” (“bloque de unidad extraño: ¿dónde está la unidad?, todos dicen ser candidatos”) y el poco olfato y manías de algunos próceres opositores. Si fuera precandidato, en vez de enojarme, lo oiría, incluso con las pasiones e inquinas que la carrera del expresidente le ha dejado.

Por ejemplo, los precandidatos podrían evitar estos ritos: exagerar las visitas a Luis Fernando Camacho –pese a la importancia de sus votos– o frotarse en público con gobernantes de otros países para contagiarse su efímero y dudoso glamur. Rodrigo Paz, seguramente tributario de los dichos eclesiales de su padre, etiquetó aquellos gestos así: “cuando el curita es malo, necesita más del santo”.

Gonzalo Mendieta Romero



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