En Bolivia, cuando un policía se acerca a
alguien, en lugar de generar seguridad y protección –como sería lo normal–, el
vecino con las experiencias vividas, sospecha que el uniformado viene a pedir
soborno, a extorsionar o a sonsacar algo que no es lícito. Aunque la razón de
ser de la Policía es “mantener la seguridad y el orden en lugares públicos,
hacer respetar las leyes y proteger a los ciudadanos y sus bienes de peligros y
actos delictivos”, el mal comportamiento e incorrecto desempeño de sus miembros
–con pocas excepciones– han provocado que su sola presencia genere esa
sensación de recelo, desconfianza y hasta indefensión.
Esa misma ilógica sensación es la que se percibe cuando el Gobierno central toma algunas medidas económicas para enfrentar la crisis o la escasez de dólares; dicta algún decreto para ejecutar sus planes de una supuesta industrialización; convoca a elecciones judiciales a través de su mayoría parlamentaria en la Asamblea Legislativa; lanza licitaciones para la explotación del litio del salar de Uyuni; contrae un crédito internacional que necesita aprobación en el Parlamento; realiza un retrasado censo de población y vivienda que debería hacerse cada 10 años; o desarrolla cualquier política pública que supuestamente garantizaría el buen funcionamiento del Estado y la satisfacción de las necesidades de la población.
En la era moderna la confianza en los gobiernos se ha convertido en un tema cada vez más relevante y en uno de los mayores desafíos que enfrentan los Estados. Esta crisis de confianza se debe a la falta de transparencia en las acciones gubernamentales; a sonados casos de corrupción que han sido una constante en el actual partido oficialista, y en otros del pasado; a la polarización extrema que se ha instalado en nuestra sociedad, donde pierden los argumentos y ganan las emociones; y a la ineficacia gubernamental, que emplea a más de medio millón de personas, y sus resultados están lejos de las expectativas de los contribuyentes que financiamos esas ampulosas planillas.
Cuando las decisiones políticas se toman a puerta cerrada y sin la debida rendición de cuentas, el pueblo se siente excluido del proceso democrático y cuestiona la legitimidad de esas acciones. La opacidad en la gestión pública alimenta la percepción de que los gobernantes no actúan en beneficio del pueblo, sino en interés propio o de grupos de poder. Es inadmisible la falta de transparencia en estos tiempos digitales donde es más fácil compartir y acceder a la información, a los datos o a los procesos.
La corrupción erosiona la legitimidad de las instituciones y socava la fe de la ciudadanía en el sistema democrático. Los escándalos de corrupción pueden minar la credibilidad de todo un gobierno e incluso generar un profundo escepticismo sobre la viabilidad misma de la democracia. Cuando los ciudadanos perciben que sus líderes están más preocupados por enriquecerse que por servir al interés público, la confianza se desvanece rápidamente.
En sociedades divididas por ideologías extremas, se tiende a desconfiar de aquellos que no comparten puntos de vista. La polarización obstaculiza el diálogo y la cooperación entre diferentes sectores de la sociedad, lo que lleva a una erosión de la credibilidad en las instituciones democráticas. Además, los líderes que explotan la división para obtener ventajas, solo perpetúan la desconfianza. Esta descomposición y extrema radicalización la venimos viviendo desde el primer gobierno del MAS-IPSP.
Cuando los gobiernos no pueden abordar de manera efectiva los desafíos sociales, económicos y medioambientales que enfrenta una sociedad, se pierde la fe en la capacidad del Estado para resolver problemas importantes. La falta de resultados tangibles puede llevar a la percepción de que los líderes son incompetentes o indiferentes a las necesidades de la población, lo que mina aún más la confianza en el sistema en su conjunto.
La confianza es esencial para legitimar la autoridad de una persona elegida en las urnas que representa intereses y toma decisiones a nombre de sus electores. Cuando los vecinos confían en sus dirigentes, están más dispuestos a aceptar y respetar las decisiones políticas, lo que fortalece la legitimidad del sistema democrático. Cuando los ciudadanos confían en que sus autoridades actuarán en beneficio del interés colectivo y protegerán sus derechos y libertades, están menos inclinados a participar en protestas o disturbios civiles. Esto ayuda a mantener la cohesión social y evita el deterioro del orden público.
Si, además, perciben competencia y capacidad para abordar los problemas, están más dispuestos a colaborar y participar en la implementación de políticas públicas –algo de esto explica la falta de censistas–. El clima de inversión y desarrollo es muy sensible a esta variable. Cuando el pueblo confía en la capacidad del gobierno para manejar la economía de manera efectiva, está más dispuesto a invertir y contribuir al crecimiento económico.
Alfonso Cortez es comunicador social.