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Cartuchos de Harina | 16/11/2024

Cavilaciones sobre la dictadura

Gonzalo Mendieta Romero
Gonzalo Mendieta Romero

Hace 100 años era bien visto evocar la dictadura de Linares, contaba Ignacio Prudencio Bustillo. Se ansiaba otro hombre fuerte para purgar los males de la nación, incluso en el sentido de procurarle, figuradamente, la expulsión de los fétidos contenidos atorados en su vientre.

Ese ambiente quizá explica por qué, ya en los años 30, Busch se declaró dictador: la fe menguada en la democracia, la acre disputa política, la crisis de postguerra, la incertidumbre. Escaseaban los ingredientes que, con idealismo, se reputan indispensables para la república: el sentido de compromiso y el respeto a la ley.

Nadie comete ya la ingenuidad de proclamarse dictador, al menos no allí donde se cree que la legitimidad deriva del voto popular. Es que, en un coloquio, un invitado de la región relató que un escritor chino le observó, condescendiente, el prurito latinoamericano de aludir siempre al pueblo, esa religión cívica rousseauniana. El asiático agregó que, en cambio y “sabiamente”, en China no le dan a la gente responsabilidades tan enormes como las políticas del Estado.

En Bolivia, muchos juzgaron imposible gobernar sin la fuerza. Intelectuales tan dispares como Alberto Ostria o Tristán Marof temieron, en los años 40, que el fascismo encajaría en la cultura autoritaria local. Antes, en 1924, Marof escribía que, para mandar en Bolivia, Cristo mismo debería rodearse de esbirros y decretar estados de sitio perpetuos. Y hoy ya ni siquiera dictaría con certeza un estado de sitio. Por una ley de 2020, tendría tres días para convencer al Parlamento de que no le rechace la medida y provoque la caída del Gobierno; sí, el de Cristo.

La democracia en 1982 introdujo mejores estándares de libertades públicas, si bien con excepciones. Ya con Siles, unos guerrilleros de capirote en Luribay acabaron presos, y hubo denuncias de maltratos. Desde 1985, por un tiempo se recurrió a un estado de sitio anual. En 1985 también se confinó a sindicalistas a la “ubérrima” (como la describía, con impasible ironía policial, un ministro de la época) localidad de Puerto Rico, Pando. Eso, sin contar las torturas a los detenidos por alzamiento armado en los años 90 o, peor, el ajusticiamiento in situ de miembros de la CNPZ, las víctimas en Amayapampa o en El Alto en 2003.

Los pecados judiciales tampoco faltaron, aunque sin el método y la reincidencia del reinado evista: la cárcel de Antonio Peredo en el mandato de Paz Estenssoro, la de Morales Dávila por sus epítetos contra Goni y los procesos al mirismo con el acicate de un embajador y la complacencia del efímero poder local. O la detención del concejal Rolando Enríquez para facilitar que Gaby Candia fuera alcaldesa de La Paz.

En el régimen de Evo, citando a Robespierre hasta que le dio pudor, García Linera nos notificó que “la justicia” sería la nueva guillotina. Sin desaparecer, las libertades políticas decayeron mucho conforme a esa gentil advertencia, entre el miedo y la esmerada colaboración de fiscales y jueces. No se necesitó el estado de sitio, salvo en una ocasión en Pando. A veces hubo más que eso, como en el Hotel Las Américas.

Y llegamos al presente. Muchos repiten que en 2025 recobraremos la democracia, es decir las libertades públicas sin guillotinas, juicios frívolos, presos políticos o muertos. Estaríamos próximos a repudiar el francote lema de Getulio Vargas: “para los amigos, todo; para los enemigos, la ley”.

Pero un grueso de la población urbana clama por fuerza y orden. Arce fue mesurado en el desbloqueo, pero el grito fue que aplique mano dura a sus excofrades. Y a la inversa funcionaría igual: si el evismo retorna al poder, no será para regalar margaritas a sus enemigos ni para asignarle a JRQ el viceministerio de la Micro, Pequeña Empresa y Artesanía.

El vientre de la patria estará al borde de otra purga en 2025, ojalá controlada. Y tal vez solo sea mi pesimismo, pero a lo mejor extrañaremos otro orden de cosas, como el historiador romano que –a escala más grande– añoraba la república, pero sabía que no quedaba más que vivir con emperadores, y rogar que no toque un Calígula en el puesto.

Gonzalo Mendieta Romero es abogado.



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