En la actual Constitución se distingue cuatro economías, entre ellas, la “comunitaria”. Pero el trabajo colectivo para consumo privado ya casi ha desaparecido: lo que predomina en el campo es la economía campesina, también en las tierras bajas, junto con la empresarial.
Pero la comunidad –ahora sindicato agrario– sigue siendo importante para proveerse de bienes colectivos, tales como canales de riego, control de ríos, mantenimiento de caminos, mantenimiento de la escuela, alimentación del maestro o maestra y fiesta patronal.
Para proveerse de bienes colectivos, cada familia contribuye con “personas” –días de trabajo–, alimentos para los que les toca trabajar, materiales y dinero, y cada una aporta en función del beneficio que percibirá: si alguien posee dos parcelas, su contribución debe duplicar a la de aquellos que sólo tienen una. Y en asamblea se decide de qué se proveerán colectivamente y cuánto aportará cada familia. El Secretario de Hacienda deberá hacer una rigurosa rendición de cuentas del uso que se ha dado a los aportes en dinero.
Antes de la municipalización, al no tener otro ingreso, los campesinos no tenían otra alternativa que tomarse a cargo, o el río se llevaba sus parcelas. Pero lo más relevante es que la manera descrita de proveerse de bienes comunes es sumamente eficiente y equitativa, y se logra a través de instituciones inclusivas, “reglas del juego” que se han perfeccionado desde hace siglos, desde la minq’a preincaica.
En 1990 (“Democratizar el Estado, una propuesta de descentralización”) propuse que al incluir a la población rural en el municipio se aprovechara esa cultura, que el gasto municipal también se basara en las contribuciones locales y que las transferencias fueran subsidiarias a las decisiones autónomas sobre de qué proveerse. Pero, en vez de ello, en 1994, en la ley con que se extendió la jurisdicción municipal al ámbito rural (antes sólo llegaba a los respectivos “radios urbanos”), no se incluyó esa parte de la propuesta y en vez de ello, imitando a Colombia, se decidió que en las transferencias territoriales (financiamiento del gobierno central a gobiernos subnacionales) no se tomara en cuenta las contribuciones locales sino sólo el número de habitantes.
La consecuencia ha sido que las transferencias a los municipios son recibidas como un regalo del gobierno central y sobre los regalos no hay control social. Y se ha institucionalizado informalmente que, para ganar la ejecución de un proyecto, hay que pagar “comisión” a los que deciden, es decir, se ha instaurado la corrupción. Esa es la manera más ineficiente de proveerse de bienes públicos: ya no se invierte en lo más importante y con el mínimo costo, ni importa la calidad: se decide gastar en lo que implica mayores ganancias para los que deciden. Y también es inequitativa, porque los que más se benefician son los que deciden: las instituciones instauradas han resultado extractivas, en beneficio de los gobernantes locales.
Y también hay que referirse a otras instituciones extractivas, las relacionadas con el endeudamiento público. Bolivia, a lo largo de su historia, se ha hecho dependiente de este endeudamiento, que ha llegado a máximos con los que generaron los gobiernos estatistas de Banzer (1972-1978) y de Morales (2006-2019). Tardamos 20 años en liberarnos de las deudas contraídas por el primero, teniendo que recurrir a condonaciones argumentando que éramos un “país pobre altamente endeudado”. Seguramente ahora ocurrirá algo similar: durante muchos años gran parte de lo que ahorremos deberá destinarse a pagar el nuevo endeudamiento.
Pero esta nueva crisis debe ser una oportunidad para liberarnos definitivamente de las instituciones extractivas que frenan nuestro desarrollo, y tomarnos a cargo, como lo hacían los campesinos antes de la municipalización: nunca más depender de endeudamiento externo sino basar la inversión y el desarrollo en el ahorro interno.
Y en lo que se refiere a bienes públicos, proveerlos en el nivel que corresponda con eficiencia y equidad. Que las transferencias a los municipios, a las autonomías indígena-originario-campesinas y a los departamentos sean subsidiarias respecto a las decisiones que allí se tomen, democrática y autónomamente, sobre en qué se gastará y con cuánto se contribuirá. Los contribuyentes serán los primeros interesados en controlar que no haya corrupción. Y que, para lograr equidad, esas transferencias sean proporcionales a los aportes locales medidos en relación con los respectivos niveles de pobreza, con los “esfuerzos fiscales relativos”.
Para ello se requiere que las autonomías subnacionales cuenten con los tributos adecuados: los municipios y las autonomías indígena-originario-campesinas ya los tienen, sólo faltaría monetizar las contribuciones no monetarias y que los campesinos tengan derecho a pagar impuestos municipales. Pero las autonomías departamentales no cuentan con impuestos apropiados, que los tengan es una tarea pendiente que hay que efectuar cuanto antes.
Y también se debe distinguir entre transferencias territoriales y sociales: las primeras, destinadas a subsidiar decisiones autónomas sobre bienes como infraestructura económica y apoyo a actividades productivas, y las segundas, a garantizar a todos los bolivianos un acceso mínimo igualitario a salud y educación (Finot I. 2001).
Estas serían instituciones inclusivas y, bajo esas condiciones, sí sería conveniente que un porcentaje importante de los ingresos nacionales sea destinado a transferencias, como están proponiendo algunos candidatos. Su monto sería superior y mucho más estable y equitativo que lo que las autonomías perciben ahora, que depende de las cambiantes regalías e IDH. Y la totalidad de la renta proveniente de los recursos naturales no renovables –que son propiedad nacional– podría ser destinado, como ya se propuso, a un fondo de inversiones destinado a financiar educación de máximo nivel: el conocimiento es el principal factor de producción contemporáneo.
Iván Finot es economista, experto en descentralización y desarrollo.