Un efusivo abrazo entre los presidentes Luis Arce y Gabriel Boric
difícilmente representará un cambio de fondo para la deteriorada relación entre
Bolivia y Chile. Históricamente las afinidades ideológicas no sirvieron de
mucho entre ambos países. Allende no pasó de algún discurso, muy citado por
cierto, sobre la solidaridad chilena con la causa marítima boliviana y los
dictadores Pinochet y Banzer no pudieron avanzar mucho más allá de lo que fue
un otro histórico abrazo en las gélidas
pampas de Charaña a mediados de la década de los sesenta.
Boric llega con una agenda joven bajo el brazo. La igualdad de género, el medio ambiente, la educación y la inclusión figuran entre las tareas más importantes para el mandatario de un país que supo ser referencia de crecimiento y modernidad, pero también de una profunda desigualdad.
Durante largos años Chile fue un símbolo de estabilidad y progreso, pero los rezagos sociales terminaron por sacudir a un sistema de alternancia progresismo-conservadurismo que duró desde la reconquista democrática en 1990, bajo la presidencia del ya fallecido Patricio Alwin.
Aunque su discurso pretende ser de ruptura, Boric es también heredero de una tradición de coexistencia democrática y armónica entre fuerzas políticas diferentes. En un país donde las formas tienen peso, relevancia y respaldo público, el joven presidente pasó de la protesta airada e incluso violenta en las calles a compartir la ritualidad solemne del poder con quien ahora es su antecesor, Sebastián Piñera.
La historia quiso que la transición se diera entre dos figuras generacional e ideológicamente distantes. De hecho, Piñera dobla en edad a Boric. El uno más empresario que político y el otro más activista que gestor público, aunque ya pasó por el congreso chileno.
Boric ha sido generoso con el actual mandatario boliviano. Hace meses dijo que quiere trabajar “codo a codo” con él y en su posesión tuvo un trato diferenciado con Luis Arce. Además en entrevistas anteriores, el presidente más joven de la historia de Chile aseguró que el ex vicepresidente, Álvaro García Linera fue una figura relevante en su formación política. Los dos dignatarios bolivianos recibieron un trato especial durante la toma de posesión en Valparaíso, lo que ayudó a hacer menos llamativa la ausencia de Evo Morales en esos actos.
Pero la agenda de las relaciones entre Bolivia y Chile ha estado históricamente condicionada por la reivindicación marítima boliviana. La posición de La Paz ha sido siempre anteponer el mar al tratamiento de cualquier otro tema y la de Santiago dejar el mar como un eco, lo más lejano posible.
En las últimas dos décadas, el diálogo fue “torpe”, con más adjetivos que ideas, con frases de efecto útiles para llenar la agenda mediática, pero pobres para encaminar una solución a las diferencias. Desde el famoso “país cavernario y retrógrado”, con el que calificó Jaime Paz Zamora a Chile poco antes de dejar el gobierno en 1992 hasta otros adjetivos de menor calibre y similar intencionalidad, desde ambas partes, que crisparon los ánimos y alejaron cada vez más los acuerdos.
Bolivia llevó el tema a la Corte Internacional de Justicia de La Haya precisamente con el propósito de que un tercero de reconocida credibilidad finalmente emitiera un fallo favorable a sus intereses. En síntesis, el objetivo era que esa instancia internacional reconociera que había un tema pendiente y la necesidad de negociar de buena fe.
El fallo de La Haya, sin embargo, representó una nueva derrota histórica para Bolivia en 2018, porque estableció que Chile no tenía la obligación de negociar con Bolivia una salida soberana al mar. Fue un exhorto al diálogo, pero sin apuntar específicamente un tema en particular.
A partir de entonces, el mar pasó a un segundo plano político en el país. Dejó de ser el elemento central en la agenda de las relaciones internacionales y el asunto estratégico a mano para levantar ‘el ánimo nacional” o distraer la atención en períodos críticos. Por primera vez en más de 100 años, las aguas del Pacífico se tranquilizaron y Bolivia optó por la no despreciable costumbre de finalmente construir un futuro sin mar.
La llegada de Boric desgraciadamente renueva las falsas esperanzas y alimenta la creación de nuevos espejismos. No es el “mar en el portafolio” del embajador Guillermo Gutiérrez Vea Murguía en la década de los setentas, ni el borrador de un acuerdo favorable a Bolivia que deslizó el presidente Ricardo Lagos en los primeros años del nuevo milenio, cuando el país negociaba simultáneamente con Perú y Chile una salida portuaria para el gas, pero es una señal y la diplomacia boliviana se ha aferrado siempre y con resultados catastróficos a este tipo de gestos.
El abrazo de Valparaíso, como debió suceder con el de Charaña, tiene que ser apreciado con mesura y prudencia. Habrá que estar atentos a una eventual politización de este tema, como ha ocurrido siempre, e intentar más bien seguir por el camino que dejó La Haya, más lejos del mar, pero más cerca de la realidad.
En un país acostumbrado a responsabilizar a otros por sus fracasos – la lista de ´culpables´ pasa por Chile y también por “los” imperios ´que, como suelen decir algunos, ´explotaron los recursos soberanos y solo dejaron miseria en su camino depredador´ - es más saludable ´nacionalizar´ la valoración de los éxitos y también de los fracasos, para que las lecciones sean mejor aprovechadas.
A pocos días del 23 de marzo, es de esperar que la Plaza Abaroa no se convierta en el puerto desde el que zarpe el barco de la ilusión nacional y los gobernantes de turno no se disfracen de ´marineros´ que comienzan a escribir nuevamente la bitácora de un viaje que hasta hoy no ha llevado a ninguna parte.
Hernán Terrazas es periodista