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Reportajes | 01/04/2019

Las lecciones del fallo de La Haya

Las lecciones del fallo de La Haya

Jueces de La Haya en la sesión en la que se leyó el fallo respecto a Bolivia.

Juan Carlos Salazar del Barrio (*)

El fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) del 1 de octubre de 2018, que determinó de manera contundente que la República de Chile no ha contraído la obligación de negociar un acceso soberano al mar con el Estado Plurinacional de Bolivia, marca un antes y un después en la centenaria aspiración marítima boliviana. Sea “el verdadero final de la Guerra del Pacífico”, como sostiene del historiador Robert Brockmann, o “uno de los momentos más dramáticos de la historia” de Bolivia, pero que no impedirá la apertura de “caminos renovados en busca de este objetivo irrenunciable”, como afirma Carlos Mesa, lo cierto es que el golpe de La Haya no sólo obliga a una reflexión sobre las causas del fracaso, probablemente el mayor de la diplomacia boliviana, sino también a la búsqueda de nuevas alternativas a la que ha sido la piedra angular de nuestra política exterior.

A pesar del afán gubernamental de minimizar y relativizar las consecuencias del veredicto con fines de política coyuntural, la mayor parte de los internacionalistas y analistas independientes coincide en señalar que la sentencia es una derrota jurídica, política, diplomática e histórica en toda la línea, puesto que clausuró la única puerta que quedaba abierta tras el desastre militar de 1879 y la frustrada demanda ante la Liga de las Naciones de 1920 en busca de la revisión del tratado de 1904.

Si “la historia es un incesante volver a empezar“, como dijo el historiador ateniense Tucídides 400 años antes de Cristo, si estamos ante un fin de ciclo y si queremos aprender las lecciones de la historia, conviene empezar de cero, con la reflexión sobre los hechos que nos condujeron a este “final inapelable de una era”. Este libro es un primer balance de esa gestión diplomática, a ocho años de la decisión del presidente Evo Morales de acudir a La Haya y a siete meses de su desenlace. 

El fallo del 1 de octubre cayó como un balde de agua fría en la opinión pública boliviana. La lectura de la sentencia, trasmitida por televisión en vivo y en directo desde La Haya, no fue precisamente la crónica de un fracaso anunciado, pues nadie o casi nadie esperaba un revés tan contundente, sino el relato de una frustración colectiva, un shock –lindante en la humillación, como dice Fernando Molina–, cuyas consecuencias tardarán en hacer carne en el cuerpo social de Bolivia, pero que, sin lugar a dudas, lastrará el devenir nacional.

El presidente Morales anunció la “judicialización” del tema marítimo el 23 de marzo de 2011, tras el fracaso del diálogo acordado con Chile en torno a la denominada Agenda de los 13 puntos debido a la renuencia de Santiago a tratar el punto relativo a la reivindicación marítima. La demanda se concretó el 24 de abril de 2013. Bolivia pretendía que la CIJ declare la obligación de Chile a negociar “de buena fe” con Bolivia un acceso soberano al Océano Pacífico, a partir de los supuestos “derechos expectaticios” generados por las ofertas unilaterales y los intercambios bilaterales que hizo Chile a Bolivia durante el siglo pasado.

Chile, que negaba cualquier obligación de negociar sobre el tema, presentó el 15 de julio de 2014 una objeción preliminar, indicando que la Corte carecía de jurisdicción y competencia para decidir la disputa presentada por Bolivia, puesto que, a su juicio, la demanda suponía una revisión del Tratado de 1904, vetada por el Pacto de Bogotá. El 24 de septiembre de 2015, la Corte rechazó las excepciones planteadas por Chile, declarándose competente para conocer la demanda boliviana.

Aunque no implicaba una decisión sobre el tema de fondo, el fallo preliminar generó grandes expectativas en Bolivia, alentadas, sobre todo, por el gobierno, pero también, aunque en menor grado, por diversos sectores de la opinión pública. El presidente Morales y sus ministros, que siguieron la audiencia de La Haya por televisión, estallaron en aplausos cuando el presidente del tribunal, Ronny Abraham, anunció el rechazo a la objeción chilena por 14 votos a dos.

“Es un día inolvidable. Sabíamos que tarde o temprano se iba a hacer justicia”, declaró el mandatario. Bolivia celebró la decisión como un triunfo nacional. Justo es decir que así como el fallo desató el optimismo en Bolivia, causó una honda preocupación en Chile por considerar que el Gobierno socialista de Michelle Bachelet había perdido no una apuesta, sino una primera batalla que podía comprometer el resultado final del proceso.

La euforia del Gobierno boliviano fue tal que el presidente Evo Morales llegó a decir que Bolivia estaba “muy cerca de volver al océano Pacífico" y se adelantó a instar a su par chileno a buscar “fórmulas de entendimiento para cerrar las heridas abiertas hace más de 100 años”, seguro como estaba de que el fallo final sería favorable a la causa nacional. Nada retrató mejor la seguridad del Gobierno boliviano que el titular de primera plana de un periódico oficialista, impreso un día antes de conocerse la sentencia, “Histórica sentencia”, y el texto de la portada que señalaba que “Bolivia tuvo que esperar 139 años para conquistar un histórico triunfo ante la injusticia que nos condenó al encierro”.

El Gobierno no fue el único sorprendido por el fallo, porque, como bien dice Brockmann, la mayoría de los bolivianos, en mayor o menor grado, “abrazó la argumentación de los actos unilaterales de los estados”, y creyó que la demanda boliviana estaba sustentada en argumentos sólidos. En el peor de los escenarios, Bolivia esperaba un “fallo salomónico”, pero que dejara la puerta abierta a la esperanza.

Buscando los errores

¿Dónde estuvo el error? ¿En la estrategia de la demanda o en el núcleo mismo de la argumentación?  ¿Era correcto suponer que las promesas unilaterales habían creado una obligación jurídica que Chile debía honrar mediante una negociación de “buena fe”? ¿Fue un fallo injusto, como sostiene el Gobierno boliviano?

El triunfalismo del Gobierno –y de muchos sectores de la opinión pública– no sólo se asentaba en los primeros éxitos del equipo jurídico boliviano, sino en la convicción de que el novedoso planteamiento de la demanda era tan sólido como una roca. La creencia se vino abajo el 1 de octubre. A medida que el jurado respondía negativamente a cada uno de los argumentos esgrimidos por los juristas bolivianos, los analistas se preguntaban cómo era posible que los miembros del equipo de Eduardo Rodríguez Veltzé –juristas e historiadores- no hubiesen podido advertir la endeblez de las premisas, que –a toro pasado, es cierto- sonaban incluso ingenuas.

Las críticas a posteriori pueden parecer duras y excesivas, pero son necesarias, ante una apuesta arriesgada que puso en juego la solución de una reivindicación nacional centenaria.

Lo que no se ve por ninguna parte es autocrítica del gestor y operador de la demanda ni mucho menos la necesaria rendición de cuentas de una gestión que ha provocado un vuelco en la política exterior boliviana. Como dice Roberto Laserna: “El premio parecía grande, pero, no teniendo los recursos necesarios para respaldar lo que estaba en juego, el riesgo era excesivo. Si antes nos llevaron a la guerra sin ejército, ahora nos llevaron a juicio sin ley”. O en palabras de Fernando Molina: “No deberíamos olvidar lo ocurrido. Se supone que todos los responsables políticos de la demanda actuaron de buena fe. Pero no por eso dejaron de comportarse con negligencia, exceso de confianza, desorden e ingenuidad. Deberíamos recordarlo siempre”.

En lugar de autocrítica, lo que hay es justificación. El presidente Morales acusó inicialmente a la Corte de haberse “parcializado con un grupo” y de haber “beneficiando a los invasores y a las transnacionales”. Posteriormente relativizó el fracaso, al señalar que “si bien no hay una obligación de negociar hay una invocación a seguir con el diálogo”.

Finalmente, negó que la gestión fuera una derrota. “Algunos dicen (que fue) como una derrota, pero no es ninguna derrota, ahora tenemos tres elementos, al margen de otros, para seguir negociando una salida al mar con soberanía porque, primero, la CIJ dijo que Bolivia se ha creado con más de 400 kilómetros sobre las costas del océano Pacifico; segundo, dijo que los tratados no han resuelto el enclaustramiento de Bolivia; y, tercero, instó a seguir negociando para resolver la demanda de Bolivia”. Pero, como dice el internacionalista Fernanda Salazar, lo que el mandatario presenta como “nuevos elementos” supuestamente aportados por la CIJ, no son otra cosa que simples antecedentes históricos mencionados en el fallo. Y lo cierto es que tampoco la CIJ instó a negociar a las partes.

Lo que también llama la atención, igualmente a toro pasado, es el hecho de que la gestión de cinco años hubiese transcurrido sin que mediara debate alguno sobre la pertinencia  de la demanda y sus posibilidades de éxito. Si bien es cierto que el tema fue analizado en las aulas universitarias y en algunos foros académicos, lo cierto es que, como recuerda Henry Oporto, ningún sector de la sociedad, ningún líder político importante ni ningún partido con representación parlamentaria, se atrevió a cuestionar y a discutir seriamente la viabilidad de la iniciativa boliviana. Tampoco la prensa, que, en este sentido, también deberá realizar una severa autocrítica al haber renunciado a ejercer el papel de promotor de un debate tan necesario como imprescindible.

“Muchos se unieron a la comparsa, quizá incluso a regañadientes. También el silencio ha sido vergonzoso. Bastó el chantaje patriotero para que los gobernantes y los agentes diplomáticos vendieran como ‘política de Estado’, lo que en realidad era ante todo una estrategia partidista. Increíblemente, en un tema de tanta relevancia, y que importaba un cambio sustantivo en la política marítima de casi un siglo, simplemente no hubo debate público; el régimen pudo maniobrar como si tuviera cheque en blanco. Y lo sigue haciendo sin tan siquiera molestarse en rendir cuentas de su fracaso”, escribe Oporto.

Las escasas voces críticas

Hubo excepciones, desde luego, como la del excanciller Armando Loaiza, quien en una entrevista para un folleto de la Fundación Pazos Kanki (“La demanda marítima ante La Haya”), publicado en 2013, advirtió que, al acudir ante la CIJ, “Bolivia entrega a un tercero, en este caso la Corte de La Haya, la definición de una cuestión tan delicada y sensible para los bolivianos, una tercera instancia sobre la cual no tenemos la capacidad de incluir, y por lo que tenemos que limitarnos a esperar su decisión”. Y así nos fue. 

Pero, como dice la internacionalista Karen Longaric, ninguna de las advertencias sobre la complejidad del tema y el incierto resultado fueron tomadas en cuenta, porque “desde el grupo de cabildeo de los círculos de poder se propalaba el exitismo, risiblemente amparado en un supuesto nerviosismo del oponente” y “a quienes ponían en duda la pertinencia de la demanda o de sus resultados, se los denostaba en los círculos intelectuales y en las esferas de poder político”.

No deja de ser sintomático de la actitud gubernamental el hecho de que el equipo jurídico hubiese ignorado olímpicamente al jurista Ramiro Orías, a quien se le atribuye la paternidad intelectual de algunas ideas implícitas en la demanda. “Como muchos bolivianos –escribe Orías- me sentí comprometido con ese esfuerzo, ya que tomaba en cuenta muchas de mis anteriores reflexiones. Aunque transmití a algunos de sus gestores mi más amplia disposición para contribuir a ese logro, nunca fui convocado. Entendí bien el celo, reserva y confianza política que importaban esas labores”. Ni a Orías ni a otros especialistas.

El mandatario sí convocó a expresidentes y excancilleres, pero, aparentemente, no para contar con su aporte en la elaboración de la demanda, sino, como sostienen algunos de los coautores de este libro, por la necesidad imperiosa que tenía el Gobierno de un aval para su gestión y para neutralizar a los líderes opositores y eventuales rivales electorales. Nunca sabremos cuánto y cómo hubiese beneficiado un fallo positivo a la causa electoral de Evo Morales, pero sí conoceremos más temprano que tarde el costo político del fracaso.

Si el fallo de La Haya supone el fin de una era, ¿es también el fin de un mito, como sostiene Oporto, o de una “obsesión colectiva”, como la llama Brockmann? Si así fuera, también sería el fin de una ilusión, la ilusión de la reconquista del mar perdido que se nos inculcó a los bolivianos generación tras generación durante más de un siglo, hasta convertirse en una razón de ser del Estado boliviano. “¡El mar nos pertenece por derecho, recuperarlo es un deber!”.

Los próximos pasos

¿Qué viene ahora?, es la pregunta que se formulan los analistas e internacionalistas que colaboran en esta publicación.

Según el portavoz de la demanda marítima, Carlos Mesa, la CIJ estaba en la disyuntiva de “escoger el camino entre una interpretación progresista y de siglo XXI de dos figuras muy importantes del derecho internacional” y el “statu quo con una interpretación que no modificara el ya de sí complejo escenario jurídico internacional”. Y asumió que “entre la justicia y la seguridad jurídica internacional primaba un sentido de ‘responsabilidad global’ que defendiera un orden que, aún como está, es frágil en un momento de la historia en el que el escenario mundial está condicionado por figuras que reverdecen la lógica del poder total y bloques que enfrentan los desafíos cada vez más crecientes de las naciones emergentes”.

Aunque admite que “es lógico el sentimiento de frustración y la sensación de fracaso tras cinco años de contencioso jurídico”, el exmandatario confía en que “vendrá otro tiempo” para “encontrar caminos renovados” en la consecución de ese “objetivo irrenunciable” que es el retorno al mar perdido.

El excanciller Gustavo Fernández cree que los jueces aplicaron “una interpretación formalista y positivista de la causa, justamente para despejar cualquier insinuación de tendencias políticas, tanto de Bolivia como de Chile”, pero que el fallo no ha resuelto el problema de fondo,  “el problema está tal y como estaba antes y tal vez con mayor intensidad, porque Bolivia, golpeada y todo, no ha renunciado ni va a renunciar a su demanda de acceso soberano al mar”. Es, pues, a su juicio, una derrota jurídica, que lo único que demuestra es que “la vía jurídica no funcionó”, pero que no representa un retroceso” y no significa que hayamos vuelto a fojas cero.

Pero, en todo caso, todos coinciden en que Bolivia no sólo debe reformular su política exterior, que tenía a la reivindicación marítima como piedra angular, sino que debe replantearse si mantiene la cuestión marítima como punto central de esa política. Y que lo debe hacer a partir de una visión pragmática de acceso al Pacífico, que supone la reconstrucción de las relaciones con Chile –tan maltrechas a causa de la escalada de las acusaciones mutuas de los últimos años-, el potenciamiento de los vínculos con los países vecinos, especialmente con Perú, y por supuesto la proyección del país al Atlántico.

Como dijo alguna vez Oscar Wilde, “el único deber que tenemos con la historia es rescribirla”. El varapalo de La Haya nos obliga a diseñar esa nueva historia.

Periodista. Este texto es el prólogo al libro “Bolivia en La Haya - Las lecciones de la demanda contra Chile”.



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