En las costas del Caribe la tensión vuelve a escalar. La presión de Estados Unidos sobre el régimen de Nicolás Maduro se ha intensificado con acusaciones formales de narcoterrorismo en cortes federales, sanciones renovadas y advertencias públicas de la fiscal general Pamela Bondi. Frente a ello, el gobierno venezolano responde con retórica militar y desafíos abiertos, al punto de que el ministro de Defensa, Vladimir Padrino López, no ha dudado en lanzar un reto bélico directo. La retórica encendida, sin embargo, no significa inminente invasión, pero sí configura un escenario de riesgo político y jurídico que debe ser leído con atención desde Sudamérica.
El Derecho Internacional es claro. La Carta de las Naciones Unidas establece en su artículo 2.4 la prohibición del uso de la fuerza y solo admite dos excepciones: la legítima defensa individual o colectiva (artículo 51) y la autorización expresa del Consejo de Seguridad. Ninguna de esas condiciones está presente hoy. Una acción armada unilateral de Washington sería, por tanto, contraria al Derecho Internacional y minaría los ya debilitados cimientos del orden multilateral.
Sin embargo, también es cierto que el régimen de Maduro ha fabricado su propio aislamiento. Las elecciones fraudulentas y carentes de credibilidad, la represión sistemática y la persecución a la oposición lo han despojado de legitimidad interna e internacional. En ese contexto, la narrativa del “asedio imperial” le resulta útil; convierte la presión externa en coartada para ocultar el deterioro institucional interno. Así, Caracas juega en dos tableros, en uno busca victimizarse frente al mundo y en el otro, puertas adentro, aferrarse al poder.
El problema se vuelve más complejo cuando observamos el comportamiento de algunos gobiernos sudamericanos. Mientras la mayoría del continente mantiene una postura crítica hacia el régimen venezolano, Bolivia persiste en reconocer a Maduro como presidente legítimo, alineándose con el Socialismo del Siglo XXI que hace tiempo entró en su ocaso. Esa decisión no es un acto de principios, sino una trampa diplomática que nos ata a un eje internacional cada vez más debilitado, nos resta credibilidad en foros multilaterales y nos priva de márgenes de maniobra.
Un ejemplo reciente ilustra esta marginalidad. En Buenos Aires, ministros de Defensa de varios países sudamericanos se reunieron para coordinar posturas frente a la crisis venezolana y sus efectos regionales. Bolivia estuvo ausente. Esa silla vacía no es un simple gesto; simboliza un país que ha renunciado a influir en las decisiones que afectan directamente a su entorno estratégico.
Un nuevo gobierno en La Paz tendrá que decidir en noviembre próximo suspender esa irritante fidelidad ideológica y recuperar una política exterior pragmática, orientada al interés nacional. Nadie plantea un alineamiento automático a Estados Unidos, pero tampoco es sostenible el aislamiento voluntario. La diplomacia boliviana debe volver a los fundamentos de las relaciones internacionales contemporáneas; respeto a la legalidad internacional, defensa de la soberanía, pero también apertura a alianzas estratégicas que fortalezcan la economía y la inserción global.
Las doctrinas clásicas ya lo advertían. Hans Morgenthau subrayaba que el poder nacional se mide en capacidad de adaptación, no en rigidez ideológica. Hedley Bull recordaba que el orden internacional se construye en la intersección entre poder y legitimidad. Bolivia, atrapada en una narrativa anacrónica, corría el riesgo de quedar fuera de ese orden, pero el pueblo en las urnas dijo basta.
Una intervención militar de Estados Unidos sería ilegal, costosa e imprudente. Pero igualmente irresponsable es sostener sin matices a un régimen que ha hecho de la represión su herramienta de gobierno. Si el Bicentenario debe significar algo, es precisamente la recuperación de una política exterior libre de ataduras ideológicas, capaz de dialogar con todos y de reconocer que el Socialismo del Siglo XXI ya no es proyecto, sino epitafio.
En un mar agitado donde Venezuela es el epicentro de las tormentas, Bolivia debe elegir si será ancla o si, finalmente, decidirá navegar.
Javier Viscarra Valdivia es diplomático y periodista.