Retomo aquí la reflexión que proponen Patricia Flores, Pedofilia (Brújula, 7.10) y Juan José Toro, Del estupro y cosas peores (Brújula, 10.10) sobre el abuso sexual. Sonia Montaño (13.10) y Agustín Echalar (13.10) han sumado elementos pertinentes a la discusión. No tengo desacuerdos fundamentales con ninguno de ellos y no puedo hacer justicia a todos sus argumentos, pero creo que vale la pena reflexionar en direcciones adicionales.
En primer lugar, para que no quede duda al respecto, creo que la pederastia es un crimen horrendo. Es comparable al asesinato porque destruye una vida y, si el abuso se da repetidamente –como suele suceder–, tiene dimensión de tortura.
Regato, citada por Flores, dice que “el estupro y la violencia sexual son crímenes que denigran básicamente a las mujeres”. A las mujeres sin duda, pero denigra y veja de la misma manera a un niño que a una niña, a una o un adolescente, a una mujer, un hombre o una persona transgénero. El crimen es igualmente horrendo cuando lo cometen un tío contra su sobrina de siete años o un sacerdote contra un pupilo de similar edad.
Hay una tendencia a feminizar problemas generales. Por ejemplo, mientras que en Brasil UNICEF señala el impacto negativo que tienen los incendios en niñas, niños y adolescentes, en Bolivia, “en ocasión del Día Internacional de la Niña, [una ONG] remarca que si bien los incendios afectan a toda la población, las niñas sufren impactos adicionales por su situación de vulnerabilidad y desigualdad” (El Día, 11.10). Es decir, en lugar de reconocer la amplitud del problema y convocar el mayor apoyo posible, se buscar particularizarlo en una agenda.
En el caso de estupro hay, como quiero ilustrar aquí, categorías morales que han evolucionado en el tiempo y situaciones que obligan a hacer distinciones morales. Hoy la ley en Bolivia establece que el rango de edad para caracterizarlo es de 14 a 18 años. En otros tiempos, eran aceptables diferencias de edad que hoy no. Antonio Machado, a sus 34 años se casa con Leonor cuando ella tenía 15, Paul Gauguin, tiene un hijo con su pareja tahitiana Teha'amana de 13, Fausto de Goethe, perseguía a una Margarita de 13, y muchos tatarabuelos nuestros se casaron con adolescentes apenas un poco mayores. Si estas diferencias nos chocan es porque nos cuesta transportarnos a otros contextos morales.
La edad promedio en que las mujeres occidentales pierden la virginidad ronda los 16 años. Algunas la pierden con sus enamorados, quienes, si han sobrepasado los 18 años en unos días, cometen un delito a los ojos de la ley. De hecho, en países donde estas cosas se toman en serio, jóvenes han terminado en la cárcel acusados por los padres del estupro de su hija.
En algunas legislaciones, un consentimiento viciado por engaño o incapacidad no es un consentimiento legalmente válido. En el caso del estupro, el sí de una adolescente de 17 años no es válido porque se supone que no sabe lo que está aceptando, o lo hace bajo presión moral. Las adolescentes de hoy, más libres, más iguales y mejor informadas sexualmente que las de antaño no son consideradas aptas a dar un sí válido a su enamorado de 19.
Si el chico tiene 17 y medio, técnicamente está también siendo estuprado, pues la ley no hace distinción de género. […] “quien, mediante seducción o engaño, tuviera acceso carnal con persona de uno u otro sexo mayor de catorce y menor de dieciocho años”. ¿No puede ser ella la que ha seducido? Hay un caso famoso en que un chico de doce años seduce a su profesora de más de treinta. La condenada fue ella, aunque la iniciativa había sido de él. En el diccionario, la seducción tiene las acepciones de “persuadir con argucias” o de “cautivar”, y es un concepto ambiguo de difícil aplicación legal.
Sexo involucrando menores en cualquier combinación de géneros podría ser estupro. Lo que se necesita es una mayor discriminación al referirnos, categorizar y calificar el estupro entre las varias posibilidades. La ley es ciega, decimos, y en este caso su ceguera mete en la misma bolsa comportamientos morales muy distintos. El estuprador más conocido del país es despreciado moralmente y esto contamina la lectura del acto y del delito.
Coincido con Flores en que el meollo más frecuente de la cuestión del estupro está en la relación de poder entre el hombre que fuerza, coacciona o seduce y la menor que lo sufre. Las relaciones de poder desigual son pan de cada día. El problema nace cuando quien tiene el mayor poder lo usa para obtener favores sexuales, como un jefe o una jefa con sus subalternos o subalternas, en cualquier combinación.
Esa desigualdad de poder responde al esquema tradicional, pero hay excepciones y nuestro propio presidente ha probado las “astucias” de una mujer de 25 años. Es decir, por anecdótico que sea, el ejemplo muestra que ni el hombre más poderoso tiene el control asegurado. Es más, son muchos los casos de hombres que son muy gallos en la calle y gatitos en la casa o en la cama. El equilibrio de poder en una relación es un misterio de la sicología con consecuencias cotidianas muy diversas.
Los autores mencionados sesgan sus reflexiones sobre el estupro como un crimen cometido contra las mujeres. Como lo argumento aquí, esta es una visión parcial del problema. Pero creo que compartimos todos el objetivo mayor de erradicar todas las formas de violencia que sean consecuencia de la desigualdad de poder en una relación. Celebro que Toro y Echalar intervengan en el debate, pues es un problema que atañe a toda la sociedad y los hombres debemos participar en él. Si algunos sienten que están perdiendo en la evolución actual de la mujer es señal de que una parte del problema no se está sumando a la solución.
Con lo que no puedo estar de acuerdo es con esta cita de Flores: “Zúñiga enfatiza que la erección fálica y la penetración son expresiones de máxima violencia que condensan el poder masculino machista y el dominio patriarcal en todas las esferas de la vida social”.
Elevar ese órgano sexual caprichoso a la categoría de arma de destrucción social es un desatino, al que Freud, en su reconocida misoginia, hubiera comentado que lo dice por envidia. Esa afirmación niega la función reproductiva de la erección –ni las Amazonas, que la necesitaban ocasionalmente para hacer más hijas, la suscribirían–, pero, además, lo que es pertinente en este caso, ignora su papel (aunque no imprescindible, por cierto) en las buenas relaciones sexuales, hétero u homosexuales.
Esas frases absurdas en nada contribuyen a la búsqueda de soluciones al problema mayor que motiva este debate, en el que debemos continuar incluyendo todos los aspectos del problema.