Con Adalberto compartí en Italia la preparación al voluntariado (aprendiendo el idioma español y algo de la historia y problemática de América Latina) y, ya en Bolivia –país que ambos escogimos para realizar nuestro servicio civil por cuenta del Gobierno italiano–, convivimos en El Alto, durante dos años. Compartimos durante un tiempo la cama marinera de la austera vivienda de Ciudad Satélite y largas conversaciones nocturnas acerca de la sociedad boliviana en sus facetas más conocidas por nosotros: la de la periferia de la metrópolis (El Alto era aún un barrio de La Paz) y de la juventud (ambos éramos por entonces docentes universitarios a tiempo parcial).
Después de terminar el voluntariado y ya casado con una distinguida dama boliviana, Adalberto ingresó al servicio diplomático de Italia como “lector de italiano” en varias universidades de Sudamérica. Luego perdí el contacto hasta que él se presentó al funeral de mi madre, hace 25 años, para reanudar una amistad hecha de recuerdos y realidades, algunas gozosas (como los tres hijos que engendramos cada uno) y otras tristes (los duelos familiares y su deteriorada situación conyugal).
Hace unos tres años me llamó su hijo Piero para pedirme ayuda. Su papá había ingresado a la irreversible espiral del Alzheimer y, en esa niebla que empezaba a calar en su mente, todavía reaccionaba positivamente ante mi nombre. Pude conversar con Adalberto unos minutos por teléfono, luego intercambiar un par de fotos de “aquellos tiempos de El Alto” y propusimos mantenernos al día. Lo hicimos, aunque de manera discontinua. Así supe, y constaté, que la enfermedad avanzaba, lenta pero inexorablemente.
A comienzo de mes, me volvió a contactar Piero para avisarme que había llegado a La Paz con su papá para una visita familiar (su abuela aún vive), con la esperanza de despertar recuerdos en Adalberto que pudieran frenar o retrasar el avance de la enfermedad. Sin embargo, en el almuerzo que tuvimos a los pocos días pude constatar el deterioro de su estado mental y la discrepancia que sentía, con gran sufrimiento, entre lo que deseaba expresar y las palabras inconexas que brotaban de su boca. Al despedirnos, nos fundimos en un largo abrazo mientras no dejaba de repetirme, entre lágrimas: “Te quiero mucho”, compensando con creces los intentos frustrados de conversación durante el reencuentro.
Mientras escribo, Piero está llevando a su padre de regreso a Venecia, donde residen, con pocas emociones recuperadas del regreso a Bolivia. Adalberto volverá a su rutina: en la residencia de ancianos durante el día y, en la noche, al cuidado de una enfermera, rezará el rosario mientras Piero intentará recuperar, gracias a un empleo que “le cayó del cielo”, su vida laboral, combinada con el servicio filial, amoroso y paciente.
Por eso digo: ¡gracias, Piero! por recordarme el sentido profundo del mandamiento bíblico de “honrar a los padres”; que es no sólo cuidarlos, no sólo no abandonarlos en su vejez, sino honrarlos, hacerlos dignos de la entrega alegre de nuestro tiempo y de nuestra vida, aunque ellos no lo aprecien con la mente, pero sí con el corazón.
La literatura y el cine han descrito, con diferentes enfoques (incluso para justificar la eutanasia –el borrado intencional de toda la memoria–), el calvario que significa para las personas que entran a esa espiral de pérdida progresiva de recuerdos hasta vivir sin un pasado, como si detrás de uno sólo hubiera una noche oscura. Se parece a un morir sin haber muerto todavía. Es, hasta dónde entiendo, un sufrir sin saber por qué, o tal vez sabiéndolo, pero sin poder expresarlo; un vivir sin cargar con el mal sembrado, pero tampoco con el bien dado y recibido.