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Reino de Redonda | 29/01/2025

Trump y el fin de una época

Mateo Rosales Leygue
Mateo Rosales Leygue

La nueva presidencia de Donald Trump es un acontecimiento significativo en la historia de la democracia de Estados Unidos y un giro importante en el plano de las relaciones internacionales para los países que conforman el espacio Occidental y para aquellos que pretenden desplazarlo.

En este enrevesado y desordenado momento en el que se encuentra la reconfiguración del orden global, más allá de las cercanías o antípodas ideológicas, cabe una verdad que no es baladí: con este hito se escenifica de manera más directa e indubitable el fin de una época.

La realidad supera a la ficción. El mundo basado en reglas, en un orden orientado a la democracia liberal, que decidió después del fin de la II Guerra mundial ser la alternativa al trauma histórico y sus posteriores efectos, está en franco deterioro. Con Trump en la presidencia no solo Europa queda al margen como socio estratégico (Hispanoamérica siempre lo estuvo), el mundo en sí ha dejado de ser una prioridad, a excepción de China, que ya tiene hace tiempo sus inexpugnables redes desplegadas en todo el mundo y al que Estados Unidos observa como la única amenaza seria a sus intereses (DeepSeek es el caso reciente más evidente de la nueva pugna en el plano de la innovación y la tecnología).

Los conservadores en otras partes del mundo que piensan que esta situación –American way of life– beneficiará su agenda ideológica en términos globales, se equivocan. Los estadounidenses que creen en los principios antiwoke a nivel doméstico pueden expresar con gratitud que este es, en definitiva, su momento. El resto del mundo mirará de palco.

Donald Trump es, en esencia, la representación corpórea de un hastío significativo con el establishment que desembocó en una suerte de crisis existencial de Estados Unidos como nación, es decir, como realidad nacional y faro mundial. Lo que muchos ciudadanos americanos vienen expresando desde hace tiempo en los medios de comunicación, las redes sociales y las urnas es su padecimiento y malestar con los efectos no deseados de la globalización. Síntoma que en mayor o menor medida es común a todos los países que componen lo que se puede denominar como ‘familia occidental’.

Los europeos han venido haciendo en estos últimos años un esfuerzo significativo por no enterarse. En una actitud propia tanto de la infancia como de la senectud, pensaban que era la mejor manera de garantizar el que todo siguiera igual. Hacer como que ‘no pasaba nada’, intentando resolver por la fuerza su melancólico sentimiento de culpabilidad convertido en complejo, decidieron hace tiempo dar un paso al costado. Hoy no tienen ninguna capacidad de hacer frente a cualquier amenaza global por si solos en términos políticos, sociales o económicos. Fragmentados están más preocupados por resolver sus problemas internos –que no son pocos– que ellos mismos se encargaron de crear. En definitiva, Europa es por decisión propia un continente en decadencia.

Sin la intervención de Estados Unidos, el III Reich no hubiese sido derrotado y el mundo hoy seria otro. El Plan Marshall fue una iniciativa promovida por el país americano para la reconstrucción de Europa occidental y garantizar su seguridad. Las Naciones Unidas, la Alianza Atlántica o la Unión Europea no pueden entenderse sin su intervención. Gracias a ella se produjo un acuerdo global fundamentado en la lógica de los consensos. Unos que han durado hasta ahora, confrontando el régimen antitético, abriendo la puerta a la posibilidad explícita de favorecer la democracia y el orden liberal incluso ahí donde no existiese. Esos consensos que fueron la base de nuestra vida en comunidad durante décadas se han roto. De hecho, se vienen rompiendo desde los años de la administración Obama. Los nuevos están por llegar. Darán nueva forma a la percepción que las nuevas generaciones y las próximas tendrán sobre las cuestiones más sensibles que atañen a su vida personal y colectiva, como la familia, el trabajo, la seguridad o el medio ambiente.

Al otro lado, la región hispanoamericana se encuentra sumida en sus propias contradicciones. Frente al espejo de la historia, los países hispanoamericanos ven que el inevitable paso del tiempo no ha servido de nada. Continúa envejeciendo en el polvo la agenda para resolver los viejos traumas y problemas que surgieron de forma natural después de la ola democratizadora en los años 80’ y 90’.

Igualdad ante la ley, independencia de poderes, pobreza y desigualdad, sistema de partidos, inseguridad y violencia. Se trata de los mismos desafíos que conocieron nuestros antepasados, con la diferencia de que parte del tejido social actual, que tiene un componente generacional importante, tiene otra percepción respecto al sistema democrático. Según el Latinobarómetro, en 2023 solo el 48% de los ciudadanos apoyaba el sistema democrático, una disminución de 15 puntos desde el 63% de 2010. El autoritarismo se ha validado poco a poco, en la medida en que no se le condena, ni se sabe bien el umbral donde un país deja de ser democrático.

En el mismo período aumenta la percepción de quienes les da lo mismo el tipo de régimen, lo que implica que un populismo o un autoritarismo les son indiferentes. Las demandas insatisfechas, la crisis económica o la percepción opuesta de una gran parte de las nuevas generaciones que piensa que en el futuro no vivirá mejor que sus padres, son algunos de los elementos que se agregan al contexto de inestabilidad que vive actualmente la región.

La difusa posición de una región fragmentada que pierde protagonismo en el plano internacional se ve reflejada en la decisión que asume cada uno de los países respecto del contexto más controversial en el escenario global actual (el reciente ridículo del colombiano o la mexicana los pone en franca evidencia), aunque los clivajes no son radicalmente opuestos en cada caso o son notorias las excepciones que se observan.

Lo que sí se concluye es que Hispanoamérica carece de cohesión a la hora de plantear una posición común a nivel internacional, expone su profunda división interna (aunque es la región del mundo que más valores comparte y entre quienes mayores sintonías culturales e históricas existe) y su permanente heterogeneidad sobre situaciones que emergen en el orden global.

Mateo Rosales Leygue es consultor político y fundador de Libres en Movimiento.



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