La degradación moral alcanza niveles insospechados en el mundo de hoy. El odio como el denominador de los polos contrapuestos se refugia en la turbiedad y aflora cuando gravita el miedo al distinto, a lo opuesto. No caben medias tintas para los demócratas –los verdaderos– cuando de forma consiente aceptan el peso craso del desafío: defender la libertad de expresión cuando se busca coartarla; condenar sin tesituras la muerte y la violencia, provenga de donde provenga.
Todo acto de violencia política es una oportunidad trágica para descubrir al sectario. El sectario se escandaliza cuando la víctima pertenece a su tribu ideológica, pero concatena sutilísimas adversativas cuando el agredido es de los otros. Ocurre en ambos lados del espectro ideológico. Ha ocurrido con el asesinato de Charlie Kirk. Pero no es un caso aislado. La violencia ha pasado de ser la condenable excepción, al instrumento como medio y acceso.
El caso de Estados Unidos es paradigmático. Una de las mejores democracias del mundo tiene a un Presidente que deja una estela larga de conductas y sospechas. Pero es que, en realidad, Donald Trump es el resultado de un proceso que viene evolucionando desde hace décadas. Es el culmen de la nostalgia por los días mejores e, incluso, por el sueño americano que se desvanece a golpe de tiroteos. "Nuestra nación está destrozada (...) Nada de lo que diga puede unirnos como país”, fueron las palabras de Spencer Cox, gobernador de Utah, tras la muerte de Charlie.
El sistema está roto, el país está roto, la sociedad está rota y la sensación predominante es que la violencia política se desata de costa a costa. El disparo en la Universidad de Utah fue el 46º en un recinto educativo este año. Llega después del asesinato de la speaker de la Cámara de Representantes de Minnesota, Melissa Hortman, y de su marido. De la ejecución del senador estatal de Minnesota, John Hoffman, y su mujer en la puerta de su casa, todos en la misma noche, el 14 de junio. Después de que en abril un hombre prendiera fuego a la residencia del gobernador de Pensilvania, Josh Shapiro, con él y toda su familia dentro.
Después del asesinato de dos jóvenes judíos en Washington y el ataque en una manifestación por los rehenes de Hamas en Colorado. Después de que en diciembre Luigi Mangione ejecutara por la espalda, en una calle de Nueva York, a un ejecutivo farmacéutico. Después de los dos intentos de asesinato sufridos por Trump, en un mitin y mientras jugaba al golf en uno de sus campos, uno de los cuales estuvo a pocos centímetros de materializarse. Después de que un hombre entrara en la casa de Nancy Pelosi, una de las líderes demócratas más poderosas del último medio siglo, y le rompiera el cráneo a su marido con un martillo.
Después de un intento de matar a Brett Kavanaugh, juez del Tribunal Supremo. Después del asalto al Capitolio. Después de que los agentes federales desmontaran, en el último momento, un plan de milicias extremistas a punto de activarse para secuestrar y asesinar ante las cámaras a la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer. Después de las amenazas de hombres armados a la congresista demócrata Debbie Dingell o los disparos que casi matan al congresista republicano Steve Scalise mientras jugaba al béisbol. Después de que la exastronauta y congresista demócrata Gabby Gifford recibiese un tiro en la cabeza.
Y el espantoso asesinato de Irina Zarutska, ¿es violencia política? No, pero se adhiere al sentimiento de acabose mutilado por el miedo, el que rebate al otro hasta el límite y sin matices: “acabaré contigo, I got a white girl”. Después de propinarle la herida mortal el hombre de tez negra escapa a la vista de todos. Mientras la muchacha –refugiada ucraniana– yace al borde de la muerte ninguno de aquellos –tres o cuatro– espectadores se aproxima a descubrir qué es ese olor que impregna el vagón del tren.
Ni los gritos, ni el llanto, ni el golpe fueron objeto de pericia ciudadana en el momento final. Sobre este hecho impresionante (por la atroz trivialidad) se ha dicho poco en los medios a nivel internacional. En España, poquísimo, en Bolivia, nada.
Parece ser que para algunos cuando la víctima no cumple el estereotipo del acuerdo axiológico global sobre lo bueno y lo malo, más allá de las fronteras, o cuando el victimario pertenece a una ‘minoría’ definida por los pastores de este mundo que se desmorona, es preferible no levantar la polvareda del desagravio, no vaya a ser que se sacuda el término ‘facha’ que tanto ha costado imprimir en la corrección política de los tiempos que corren.
No existe justificación posible ni válida para un asesinato. Uno lee: “las víctimas merecen respeto, pero no admiración”, “como mueres no redime como viviste”, “no era un activista, era un agitador”, y constata que en ese pequeño ecosistema de opiniones y opinadores no cabe, entonces, pacto posible en aras del acuerdo, el dialogo, la palabra. En definitiva, para la democracia. Occidente y el mundo, en general, se adentra en un ciclo de definiciones, en el que cuestiones como la prosperidad y el bienestar cobrarán otro cariz que no tiene que ver con lo que hasta hoy se conoce como tal. Porque toda idea está compuesta de una causa y un efecto. Si matar es una causa justificada –entendible, asimilable, digamos– para acabar con el discurso de odio, ¿redimir al asesino u olvidarnos del muerto –humillarlo, menospreciarlo– sería el next step? ¿Caben esas circunstancias en un mundo, una región, un país que ha pasado ya por la vía dolorosa?
El miedo y la violencia no solo afloran en los barrios de Estados Unidos, potencia de referencia, se sienten a lo largo y ancho del mundo, de un lado y de otro. En cada sitio en este momento se cargan balas y distintas palabras se dibujan en los casquillos (‘¡Eh, fascista! ¡A ver si lo atrapas!’; 'Bella Ciao'; ‘LMAO’). Si no, siempre habrá medios alternativos para subyugar al disonante: persecución a los medios de comunicación, compra de voluntades a jueces disque imparciales, insulto y difamación como arma arrojadiza o, simple y llanamente, la condena impuesta en el trabajo, en el grupo de amigos o en la propia familia por el argumento equivocado. El miedo a la palabra restituido por los disparos, cuyo ruido es menor y más lejano. En ello estamos, a ello vamos.
Mateo Rosales Leygue es abogado y fundador de Libres en Movimiento.