En un precioso libro de Vargas Llosa –o más bien de entrevistas que le hace Rubén Gallo (Conversación en Princeton, Alfaguara, 2017)–, el Premio Nobel reflexiona sobre la traducción y sus implicaciones. Cuenta sobre la dificultad de trasladar la palabra cholo al inglés. Desde el contexto peruano, el sentido original es “mestizo”, pero puede transitar desde el insulto “cholo de mierda” hasta el afecto “mi cholita linda”. “No tiene una sola traducción en inglés, sino varias” (p. 40).
Asegura que a sus traductores siempre les ha dado libertad total, permitiendo que se tomen ciertas licencias; el nuevo lector debe sentir que es “una creación original”. Por lo mismo, “es más importante que un traductor sepa escribir bien en su propia lengua porque si entiende la obra extranjera a la perfección pero escribe mal, estropea la traducción” (p. 42).
La postura radical en el tema, explica Vargas Llosa, la tenía Borges, en su rol de traductor, que “hacía cosas que los autores no le habrían permitido jamás: si el final de un cuento no le gustaba, lo cambiaba. En otros alteraba completamente la naturaleza de una frase: si la original le sonaba mal, la mejoraba”. En el caso de sus traducciones de Faulkner, cortó frases, y “toda la oscuridad que caracteriza la prosa de Faulkner desaparece y el lenguaje se vuelve transparente, claro, diáfano, como es siempre el de Borges”. Por eso Borges reinventaba a las obras, eran “versiones escritas en un español impecable”.
Y concluye el escritor: “Por más que se esfuerce en ser fiel, el traductor termina por poner algo de sí y puede llegar a recomponer enteramente la obra. Lo que es fundamental es que el traductor trabaje con cierta originalidad, que se tome ciertas libertades para encontrar equivalencias en su propio idioma” (p. 43).
Leyendo a Vargas Llosa recordé aquel pasaje en La Miseria del Mundo en el que Bourdieu reflexiona sobre el tránsito que hay de la observación de la realidad al texto sociológico. Guardo una frase de memoria: “hay infidelidades necesarias para una verdadera fidelidad”; en la transición de lo que pasó hacia la redacción de un texto de investigación, necesariamente se pierde, se traduce, se interpreta lo observado –como sucede en el teatro, asegura Bourdieu–. En este camino, es imposible que el investigador no deje su trazo, por eso una obra tiene el sello de quien la escribe, así trate de disimularlo. Por más teoría o metodología que se movilice, es imposible ocultar al autor bajo la alfombra.
En fin, como siempre, Vargas Llosa me inspira. Termino con una sentencia: para escribir “hay que abandonarse a las emociones y a las pasiones”. Aplica a la sociología, aplica a la vida.
Hugo José Suárez, investigador de la UNAM, es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.