El dato unidimensional (en base a ingresos) señala que entre el 2006 y el 2014, la pobreza en Bolivia se redujo de más del 50% a solo un 34%. Una primera mirada indicaría que un significativo 16% de la población habría alcanzado cierto nivel bienestar, pero esa es una verdad a medias, porque el espejo de nuestras limitaciones y carencias, es muy distinto al espejismo con el que muchas veces y por diferentes razones, se disfraza la realidad.
Y ese espejo tiene dimensiones como la del acceso a la salud, por ejemplo. El seguro puede llegar a todos, pero con una atención muy primaria. Cuando la enfermedad se complica, el gasto crece y los hogares entran en crisis. Para muestra, el caso de los niños con cáncer. Más de la mitad de los pacientes abandona el tratamiento por falta de recursos y el desenlace previsible es la muerte.
En otros países, la sobrevida de los niños que padecen leucemia, por ejemplo, es mucho más alta, simplemente porque el Estado invierte más en este campo.
Con la educación ocurre algo parecido. Se paga para evitar la deserción, pero la permanencia en las aulas no significa que los alumnos reciban una educación de calidad que mejore sus oportunidades y les permita llegar hasta un título. No es solo cosa de “calentar el asiento”.
De acceso a Internet y mayor conectividad, ni hablar. El mundo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, ese que permite el acceso al conocimiento y que, por tanto, influye en el desarrollo personal de los alumnos, todavía es inalcanzable para la inmensa mayor de los niños y jóvenes bolivianos.
La gente puede tener un poco más de plata, cuatro paredes más o menos dignas, pero muy poco para llenar esa vivienda con algunos bienes que hacen la diferencia, como la cocina, la heladera, muebles para las habitaciones, televisor, radio, computadora, algo que los pobres multidimensionales todavía miran como lejano.
En la mayoría de las viviendas los servicios son insuficientes, la calidad del agua es mala, el material de los pisos y el revoque de las paredes no es el más adecuado y muchas no tienen el servicio de recojo de basura cercano.
Y en cuanto al empleo, se abre también una gran interrogante. La mayoría de los bolivianos se emplea en condiciones precarias en el sector informal o emprende, con pocas posibilidades de éxito, en negocios que no mejoran la calidad de vida de sus familias.
Otra de las dimensiones considerada en el estudio del CEDLA es la de la seguridad humana. Ser menos pobres es vivir más seguros. Eso es algo que no pasa en un país donde el número de feminicidios es cada vez más alarmante, lo mismo que el de los asaltos y el de los casos de trata y tráfico de personas.
La violencia del narcotráfico ya no es una cuestión de películas, sino un drama que se vive en las calles de las grandes ciudades del país.
Y la pobreza es también, según el índice del CEDLA, disminución del poder y voz de la población, “debido a la división y fragmentación de las organizaciones sociales, así como su menor influencia en las decisiones políticas”.
La pobreza afecta en dimensiones múltiples que no habían sido tomadas en cuenta No basta con tener más plata en el bolsillo, para acceder a una mejor salud y asegurar una educación con oportunidades para los hijos. Algo más de dinero no compensa el hecho de estar expuestos a la violencia y el crimen, ni garantiza el ejercicio de los derechos políticos.
El dato de la estadística tradicional es muy limitado, cuando se evalúan las necesidades desde la diversidad de perspectivas que, en el caso de Bolivia, nos lleva a pensar que somos más pobres de lo que creíamos.