Quizá para
muchos lectores la diferencia entre los términos “guerrilleros” y “terroristas”
no sea grande, pero las consecuencias de su aplicación pueden serlo. Una vez
que un grupo es caracterizado como terrorista, no le queda derecho a la
compasión. Los guerrilleros pueden ser igualmente odiados, pero les queda un
aura romántica, quizá como legado del Che o de los maquis franceses.
La distinción ha vuelto a adquirir relevancia con el episodio del 7 de octubre pasado en el que soldados de Hamas mataron a 1.200 ciudadanos israelitas indefensos, entre ellos mujeres, ancianos y niños. Desde ese día, Hamás ha vuelto a ser llamado un grupo terrorista e Israel como la víctima con derecho a defenderse.
Sin embargo, con la violencia desproporcional desatada en el conflicto, Israel ha pasado de la defensa a la “venganza”, como lo dice en una entrevista Daniel Levy, un exasesor israelita en las negociaciones de Camp David, y de ahí a los crímenes de guerra. Sobre esto no hay unanimidad, pero una masa crítica de la opinión pública mundial ya lo ve así. El propio Departamento de Estado de EEUU lo ha calificado en esos términos en un informe reciente. Pero en la gran mayoría de las lecturas, Hamás se ha mantenido en la categoría de grupo terrorista.
Al respecto, Judith Butler, distinguida filósofa judía, dice: “Es honesto e históricamente correcto decir que el ataque de 7 de octubre es un acto de resistencia armada, que resulta de una situación de subyugación impuesta por un aparato estatal violento”.
En una situación tan compleja como la que se desarrolla hoy en Gaza, es difícil tener toda la información y todas las explicaciones, pero para quienes tenemos el privilegio de la distancia, lo intelectualmente honesto antes de sacar conclusiones, siempre sujetas a revisión, es considerar las opiniones de los que saben más.
En ánimo de sacudir las percepciones de mis lectores, cito a Ilan Pappé, prestigioso historiador judío nacido en Israel, actualmente catedrático en Oxford, quien pone el ataque de Hamás en la siguiente perspectiva: “(…) el principal intento aquí es asegurar que la gente no entienda el contexto en el que se produjo la operación de Hamás, deshistorizar totalmente ese acontecimiento, olvidar los 15 años de asedio inhumano a Gaza, los 56 años de una ocupación despiadada y de limpieza étnica en Cisjordania y los 75 años en que no se permite a los refugiados volver a sus hogares (…). Se trata de un intento de nazificar a los palestinos (…). Esto pretende, en primer lugar, autorizar las políticas israelíes sin ninguna consideración por el derecho internacional o los derechos humanos y, en segundo lugar, desviarnos de la verdadera cuestión: no es Hamás ni sus acciones del 7 de octubre, sino la situación previa lo que dio inicio a la violencia”.
Y complementa: “En lugar de hablar del síntoma de la violencia, deberíamos hablar del origen de la violencia. Y el origen de la violencia no ha cambiado. Tenemos a millones de palestinos que llevan años siendo oprimidos, gobernados y controlados por Israel, y luchan con los medios que tienen”.
Después de haber sido bombardeados durante meses con la clasificación de Hamás como grupo terrorista, esta aseveración quizá sorprenda a algunos lectores. Evidentemente, que lo diga un historiador judío y prestigioso no obliga a cambiar de opinión, pero sí a registrar la versión y los hechos.
Otra obligación que impone la honestidad intelectual es la coherencia. Mantener la clasificación de terroristas para Hamás obliga a aplicar la misma caracterización a los grupos judíos sionistas armados y soldados israelitas que impusieron su presencia en Palestina. En su afán de ocupar y consolidar la tierra adquirida, cometieron atrocidades contra población civil inocente comparables con las cometidas estos días por Hamás, tanto en brutalidad como en número de muertos. Doy ejemplos:
“En 1948 la villa de Deir Yassin fue atacada por guerrilleros israelitas de los grupos Haganah e Irgún matando a entre 100 y 200 hombres, mujeres y niños, cuyos cuerpos mutilados fueron echados a los pozos”. “En su libro, La revuelta, Menahen Begin, describe sus actos de terrorismo, incluyendo esta masacre” (Edward Said, La cuestión palestina).
“El 6 de junio de 1981, 80 mil soldados israelitas ingresaron al Líbano, desafiando la Resolución 509 de la ONU, que ordenaba su retirada. Los soldados entraron con tanques y artillería y apoyo aéreo. En la primera semana de la incursión murieron miles de civiles palestinos y libaneses” (Harms and Ferry, The Palestine-Israel Conflict).
“El 16 de septiembre de 1981, tropas de la falange libanesa, en coordinación con Ariel Sharon, ministro de Defensa israelí, ingresaron a los campos de refugiados de Sabra y Shatila, dejando a su partida entre 800 y 2.000 muertos, incluyendo mujeres y niños; todos civiles desarmados” (Harms and Ferry, op.cit.).
Sin embargo, el ministro de defensa israelí, Yoav Gallant, ha llamado a los guerrilleros de Hamás “animales”, como si Begin y Sharon –héroes nacionales ambos– no merecieran el mismo calificativo.
Seguramente, Begin y sus compañeros de armas consideraban que los actos de terrorismo que cometían se justificaban por el ideal sionista que los motivaba, y los guerrilleros de Hamás también consideran que han acudido a medidas de violencia extrema por una causa, la liberación del pueblo palestino de la ocupación y la violencia israelitas.
Al decir que la coherencia es importante, no quiero sugerir que dé igual calificar a Irgún y Hamás de guerrilleros, terroristas o patriotas. Ambos grupos han cometido actos sangrientos brutales y califican para estar en la galería del terror.
Sin embargo, ahora por primera vez una de las partes ha pasado del terrorismo al genocidio. ¡Las víctimas de un genocidio perpetran otro! Esta aberración hace que muchos judíos –intelectuales, jóvenes, rabinos y otros– expresen su indignación por que se esté haciendo lo que se está haciendo en su nombre. El Ejército de Israel ya ha causado la muerte de unos 8.000 niños palestinos y otras tantas mujeres, de un total de 35.000 (cifras revisadas por la ONU). A esto se añade la salvaje destrucción de viviendas, escuelas y hospitales, que se estima que tomará 80 años reconstruir.
La indignación genuina de judíos y no judíos ante las atrocidades que está cometiendo Israel va in crescendo y ya se puede anticipar que el daño a la imagen de este país será irreversible. Pero debemos mantener las distinciones y no caer en la trampa que nos tienden de hacer creer que condenar las acciones de Israel es antisemitismo.
Se puede reconocer el horror de la persecución milenaria que han sufrido los judíos en Europa, que culmina en el Holocausto, sin dejar de ver la atrocidad que se comete hoy contra el pueblo palestino. Es más, la misma sensibilidad sangra por ambos hechos. Se puede condenar a Israel sin dejar de guardar los mismos afecto, admiración y respeto que teníamos antes del conflicto por los judíos del mundo –amigos, conocidos, personalidades o anónimos– quienes no son responsables por las acciones del actual Gobierno de Israel.
Muchos de ellos condenan vehementemente sus crímenes y enriquecen las filas de las manifestaciones a favor de Palestina. Por encima de cuestiones ideológicas o étnicas, estas defienden principios universales de humanidad y compasión, que no debemos abandonar.