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La curva recta | 12/05/2024

Recordando el 10 de mayo

Agustín Echalar
Agustín Echalar

El 10 de mayo es una fecha, digamos, pesada: un 10 de mayo se quemaron libros delante de la universidad de Berlín en 1933, y siete año después, en esa misma fecha, Alemania invadió Holanda; era también el cumpleaños de Banzer y fue el día en que se inauguró en 1941 el nuevo edificio del Colegio Alemán en La Paz. Y para colmo, es el día del periodista.

Mi amigo Robert Brockmann, a quien debo mi incursión en el mundo de los periódicos, estaba en el dilema entre festejar ayer sábado 11 de mayo con los compañeros del colegio o con sus colegas del mundo de la prensa. Difícil decisión porque el corazón alcanza para muchos afectos.

Algo curioso respecto al Colegio Alemán es que lleva el nombre del héroe de Montenegro (mariscal Braun) por la misma razón que nuestro país se llama Bolivia, vale decir, en ambos casos la asociación es bastante forzada, pero fue hecha por razones pragmáticas. Es posible que el Alto Perú no hubiera existido como país independiente si no optaba por llamarse Republica Bolívar, de la misma manera que, en escala menor, considerando las circunstancias, el cambiarle de nombre al Colegio Alemán en plena guerra permitió que este no fuera cerrado (dicho sea de paso, me he enterado que el busto de bronce del mariscal, que adornaba el ingreso del colegio de la calle Aspiazu, se ha perdido). Interesante situación que exige una investigación. Solo para inventario, ¿cuándo fue visto por última vez?

Cuando pienso en el día del periodista, pienso con nostalgia en un mundo que prácticamente se ha ido, el de los periódicos impresos, del que solo quedan resabios. Nunca fui periodista, pero mi vida ha estado ligada a los periódicos ya sea en forma pasiva, como lector y, de manera más activa, como colaborador de periódicos desde hace 34 años.

Visitar una hemeroteca es algo fascinante, es volver al pasado de una manera personal. Cuando yo era adolescente, y el Parlamento estaba cerrado en tiempos de Banzer, me animé a entrar a la biblioteca del Senado, ese fantasmagórico edificio de la plaza Murillo, y descubrí que había una hemeroteca. El encargado de la misma, un señor mayor que seguramente moría de aburrimiento, fue amable y condescendiente conmigo y me prestó, en esa ocasión y muchas después, los tomos de los distintos periódicos.

Hoy en día se puede recurrir a hemerotecas virtuales de buena parte del mundo, pero en Bolivia no están para nada actualizadas ni completas. Pero no es lo mismo, hay una relación táctil con los periódicos de “carne y hueso”.

Mi colaboración con los periódicos comenzó con Robert, como he dicho, en tiempos en que era director de La Razón el inolvidable Jorge Canelas; sé que hay una legión de periodistas que trabajaron bajo su mando y que lo admiraron y lo quisieron entrañablemente. Yo no tuve la suerte de trabajar para él, pero sí la de crear un vínculo de amistad del que me felicito.

Esta semana la he pasado lejos de los festejos de los entrañables compañeros de curso del Alemán y, también, de los de los amigos periodistas. Viajando por Perú, el país que es nuestro hermano casi gemelo, he recordado a Canelas, preocupado por el afeamiento de la campiña boliviana a partir de construcciones hechas sin gusto, y podría decirse, sin amor. Ambos países hasta en eso nos parecemos, tenemos paisajes muy bellos, pero los otrora encantadores pueblos han sido totalmente deformados. Es una pena, pero me temo que sea irreversible. La basura a lo largo de las carreteras en ambos países se la puede recoger, pero las construcciones chatarra están allí para quedarse.

Canelas recibió el máximo galardón que confiere la Asociación de Periodistas de La Paz, el Premio Nacional de Periodismo, y en su discurso de circunstancia testimonió la mejor parte de su carácter, eso de no tomarse demasiado en serio: “no le digan a mi mamá que soy periodista, ella cree que toco piano en un burdel”.



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