Basta una palabra para desacreditar a una
persona. Basta un comentario tóxico para hundir la reputación de un profesional
o de un compañero de trabajo. Una sola palabra encajaría para pintar de cuerpo
entero a un individuo y desnudar o embarrar su “verdadero carácter” con el
expreso fin de desacreditarla, menospreciarla, para así decirles a los demás
que no se puede confiar en ese individuo. “Esa persona es dañina”. “Ese fulano
es una mala persona”. “Ten cuidado. Es un mal tipo”. Pero porqué hacemos esto y
no callamos. O nos reservamos el juicio de valor ponzoñoso.
¿Dónde está el problema? Qué ecuación mental nos hacemos para asegurar –casi siempre– de que son los otros los malos y nosotros somos santos de devoción. Dónde está esa raya que delimita lo malo de lo bueno. O al bueno del malo. El bien y el mal no son categorías absolutas, por lo que deberíamos hacernos de la idea de que ese ser humano (para nosotros malo) podría ser perfectamente cualquiera de nosotros.
Cómo es que uno ingresa en la categoría de malo o funesto como persona. Cómo es que alguien, podría levantar el nombre de uno en falso o brindar un diagnóstico certero, para encasillar a alguien bajo el mote de malo. Sí, por supuesto, están los criminales, ladrones, pero, así y todo, la psiquiatría nos dice que uno puede matar por sobrevivencia, puede robar por necesidad, que puede hacer un acto abominable en una situación in extremis. Hitler no anduvo corriendo a sus siete años en las plazas y parques de Austria, pensando en eliminar a millones de personas cuando sea adulto. Algo pasó en la psiquis de estos seres humanos que eligieron la maldad como su élan vital casi a una edad adulta. Los especialistas nos aseguran que tendemos a infravalorar nuestra propia capacidad para hacer daño. Y a inflacionar la maldad de otros. Nos arrobamos, pensando que nosotros no somos malos. Pero ellos sí. Siempre los otros. Nunca nosotros.
La psiquiatría nos enrostra que cada uno de nosotros tiene la capacidad de matar, de hacer el mal y que, cada uno de nosotros, si somos llevados hasta nuestro límite, podemos convertirnos en desalmados o incluso asesinos. La mayoría de las personas que terminan matando a alguien, también, según los expertos, habrían asegurado que no se consideraban capaces de hacerlo. Que estaban “desajenados”, “fuera de sí”.
Dicen los neuropsicólogos de criminología, que los seres humanos matamos desde siempre. Todo parece indicar que, de hecho, matamos todo el tiempo. Y desde el primer día de nuestros tiempos hemos iniciado una profusa carrera homicida. ¿Tenemos hambre? Matamos para comer. ¿Estamos enfermos? Matamos a las bacterias antes de que ellas nos maten a nosotros. ¿Nos sentimos amenazados por alguien? Matamos en defensa propia. ¿Nos invaden en nuestro país? Matamos para defender nuestra soberanía y hogar. Siempre justificamos el acto puro de matar. La psiquiatría todavía no tiene una definición muy clara acerca de lo que significa matar o de la maldad en un individuo.
La reconocida psicóloga criminalista e investigadora en el University College de Londres, Julia Shaw, nos alerta en un libro excepcional “Hacer el mal” que quizás todos somos malvados, o quizás nadie lo es. Pero no podríamos asegurar que uno no es del todo malo. Tenemos nuestra dosis de bondad, pero también, de maldad.
Cuando Frankenstein huye despavorido del laboratorio de su creador, lo hace confundido por no “saberse parte de”. Sufre por no ser aceptado y arranca en odio y maldad. No entiende el rechazo y sólo cuando se mira en el estanque descubre su “fealdad” su “maldad” y se da cuenta que los otros – los distintos – son en realidad los mismos. Él es el “extraño”. Y cuando le exige a su creador que “arme” a alguien igual que él, pero femenino, para no estar solo, se da cuenta de manera muy dolorosa que a ojos de esa “pareja”, cuando nace a la vida, con un grito despavorido, sale huyendo del laboratorio.
Cuántos de nosotros hemos mirado nuestro reflejo en un estanque y hemos reconocido nuestro verdadero rostro. Y nos hemos espantado. O no y optamos por vivir en la absoluta ceguera de nosotros mismos, haciendo miserable la vida de los otros. Porque basta una sola palabra. Una sola para hundir a una persona en el abismo.
Para los especialistas, cuando una persona deja de verse a sí misma como un individuo para auto percibirse como parte de una masa social, o agrupación, o partido político, anula toda su responsabilidad como persona y justifica “su maldad”, hacia los otros. No es él, son siempre los otros. De esa manera, “encaja” en la sociedad y anda haciendo el mal a diestra y siniestra, justificando su cólera y huyendo de todos los estanques posibles.