Todavía no está claro qué clase de Bolivia es la que se viene. Más allá de los resultados electorales (presidenciales) de este domingo 17 de agosto, el país enfrenta un limbo peligroso, que es la esencia de la crisis política boliviana: algo que no termina de morir y algo nuevo que tampoco termina de nacer. No sabemos si este escenario grisáceo será prolongado, corto, explosivo o se dilatará durante el primer periodo de la nueva administración gubernamental.
El análisis es complejo porque no sabemos quiénes serán la nueva oposición, como tampoco no está del todo claro quiénes serán los nuevos oficialistas. No sabemos si estamos frente a un proceso pendular, que se caracterizará por virar de un sistema estatista a uno privatista y que desmontará esa elefantiásica estructura pública; o si estamos en un escenario bisagra, que abrirá un camino a un sistema mixto y gradual que reduzca el déficit fiscal, la balanza comercial y genere ingresos frescos para las alicaídas arcas del Estado.
Unos, quizás, quieren ser los sepultureros del Estado Plurinacional y de toda su parafernalia ideológica y anclarse como los parteros de un nuevo modelo económico, social y político. Otros, probablemente, sean más cautos a tiempo de encarar los cambios necesarios y caerán en un gradualismo peligroso. En ambos casos no hay claridad. Hay retórica, pero no certezas.
Para entender mucho más esta complejidad, por ejemplo, la estabilidad política se sustenta entre el líder del oficialismo y el líder de la oposición. Hay una suerte de nudos y contra nudos. De poder y contra poder. En Bolivia, el masismo empujó la granada del caudillismo que terminó reventándoles en la cara con la caída de su líder cocalero, y se olvidaron de que la gente no vota a partidos ni agrupaciones políticas, vota a liderazgos.
El presidencialismo siempre da sorpresas porque tiende a anular ese contrapeso tan importante en la democracia que luego provoca todo este desorden sistémico de equilibrios. Por eso es por lo que tenemos candidatos liliputienses en el país. Nunca hubo una oposición firme, diáfana, sólida; hubo un hiperpresidencialismo que anuló cualquier posibilidad de alternancia. No hubo un escenario pendular.
Se minó la certidumbre y la confianza. Se estropearon liderazgos. Se judicializó la política y se rompió ese equilibrio de poderes y contra poderes. Por eso se explica que los actuales candidatos estén desconcertados, confundidos. No tienen narrativas identitarias fuertes que los posicione como líderes fuertes, diáfanos. Sus techos electorales son enanos. Tienen casas de miniatura.
Dejaron de ser ejecutivos como administradores de poder político y se olvidaron de ser territoriales en el ejercicio de la política. No ganaron espacios ni narrativas. Cedieron todos los espacios y geografías. O, en el mejor de los casos, se enclaustraron. Se quedaron sin escalera política, penetración ni alcance.
Tampoco tienen partidos políticos, bajo una mirada tradicional, estructuras que les brinden soporte y apoyo social a un proyecto político, otra consecuencia del caudillismo. Ni el masismo ni los distintos frentes opositores tienen ahora sostén partidario. Todos son, al final, una especie de juntuchas o pegatinas forzadas y ponen en serio riesgo su gobernabilidad y gestión como nuevos administradores del poder en Bolivia.
Un partido político siempre economiza el esfuerzo “de rosca”, de poder. Lo fue el MAS durante 20 años. Tuvo diputados, senadores alineados y disciplinados. Hubo verticalismo y uso efectivo de poder partidario. El nuevo gobierno no tendrá esta atomización de poder. Penderá de un hilo y de los vientos coyunturales. Su margen de debilidad será muy alto y su capacidad territorial y ejecutiva, nuevamente, será un dolor de cabeza. Sólo les quedará látigo y lealtad. Así se estructura un partido “desde arriba”, a diferencia de los partidos que se constituyen desde abajo, que se agrupan y organizan bajo un liderazgo.
Quizás el gran aprendizaje de estas dos décadas de intolerancia masista, nos guste o no, sea que no existe democracia sin partidos políticos. Una democracia no puede fortalecerse sin estos anclajes. Buenos, malos, mediocres o eficientes, necesitamos de estas agrupaciones para ejercer liderazgos de oficialismo y de oposición, y que empujen discusiones, controles, fiscalizaciones. La pregunta es ¿tenemos madurez política? ¿políticos juiciosos?
Ya en su momento Max Weber –político alemán– decía que existen dos clases de políticos: aquellos que actúan con la ética de la convicción y los que actúan con la ética de la responsabilidad. La primera es hacer, es la del profeta, la de aquel que defiende lo que cree y está dispuesto a inmolarse por ello, sin importar las consecuencias. La segunda no busca los principios sino los fines político-partidarios.
La pregunta, nuevamente, por lo tanto, sigue siendo pertinente: ¿Bolivia entrará a un proceso pendular o de bisagra?
Javier Medrano es periodista y cientista político.