Somos un país que tiene casi el 89% de su economía en negro. Apenas un 11% se maneja de manera legal, formalmente; es decir, que paga impuestos y genera trabajo formal y digno en este país. El resto labura de manera precaria. No recibe un sueldo fijo, beneficios sociales, acceso a un servicio de salud prepagado y, mucho menos, aguinaldos o primas de producción.
La gravedad del asunto es tan crítica que, de acuerdo con varios informes, en estos 37 años de democracia (desde 1982), la economía informal continúa en franco crecimiento, en desmedro de una economía legal. De hecho, los incentivos para ser formal o abrir un negocio de cualquier índole legal son casi inexistentes.
El Estado Plurinacional es un acelerador de la economía informal por la brutal carga impositiva y su salvaje persecución a los contribuyentes, y por la excesiva carga burocrática para poder operar, aunque sea, con un mínimo de retorno financiero.
Según los mismos estudios, desde el 2020, promedio, Bolivia ingresó a un franco proceso de urbanización acelerado. De hecho, más del 70% de la población boliviana ya vive en las ciudades del eje central, en busca de oportunidades básicas de subsistencia, lo que viene a engrosar las actividades terciarias, como son el comercio, los servicios, el transporte, las actividades propias de los mercados de contrabando, que configuran el típico rasgo característico de la informalidad del país.
Hay un vaciamiento constante de los municipios y, lógicamente, de los colegios rurales desde secundaria. La educación primaria está en los suelos. Buscar sustento es la prioridad familiar, ya no la educación básica.
En el plano superior, cada vez es más difícil acceder a un trabajo formal y bien remunerado (entiéndase un poco mejor y por encima del sueldo básico) teniendo un título profesional universitario. La competencia es salvaje y los salarios no son atractivos porque el sistema se basa en castigar a los formales en lugar de incentivarlos en la contratación de recursos humanos.
Por estas razones, una gran mayoría de los jóvenes vuelca sus esfuerzos a ser emprendedores, creyendo, ilusoriamente, que casi por magia ganarán dinero. Son jóvenes emprendedores por necesidad, no por oportunidad. Claramente, muchos fracasan porque es una carrera desigual, y en la que se debe contar por lo menos con un mínimo de capital y una suerte “olfato” para el negocio, ya sea para satisfacer una pequeña demanda o –mucho más difícil todavía– crearla.
Poquísimos tocan la campana, no pasan del 2%. Y el esfuerzo es descomunal. Casi la mayoría se enamora de sus proyectos, pero no están preparados para los reiterados golpes que recibirán en el camino. Y fracasan.
Es casi un dilema existencial para los jóvenes lograr salir del colegio y seguir estudios en la universidad. Para las clases medias (concepto ambiguo) que sí completan el bachillerato, elegir la carrera profesional y el costo que implica es un dolor de cabeza. ¿Qué carrera estudio? ¿dónde? Y que me asegure un empleo casi de inmediato que me permita generar ingresos para mí, como joven profesional que estresó la economía familiar. Esto si hablamos de un hijo o hija única. Si son dos o tres hijos, seguramente sólo uno podrá acceder a los estudios superiores; el resto deberá sacrificarse con un trabajo informal, con la esperanza de que el elegido, luego, genere sustento.
Es muy común, casi en su totalidad, ver a los jóvenes universitarios de baristas, trabajadores de bares, de restaurantes o de empresas de servicios para ayudar a sus padres con la colegiatura o con algo, por lo mínimo que sea, para amortizar el costo que significa sustentar una carrera universitaria.
De hecho, muchos graduados salen del “claustro universitario” para recibir dos golpes dolorosos y simultáneos: las deudas acumuladas y el desempleo profesional. En esas condiciones, ¿sigue siendo buen negocio buscar un título universitario? Los reportes de la universidad pública indica una caída de hasta 120 mil matriculas promedio cada año.
En Chile, los estudios señalan que seguir carreras relacionadas con las artes, humanidades o ciencias sociales no es muy rentables. De acuerdo a un estudio publicado por la Universidad Diego Portales, un estudiante de ingeniería comercial de una prestigiosa universidad privada recupera su inversión a los 2,1 años de graduado, mientras que una persona que estudió una carrera relacionada con humanidades tendría que trabajar hasta 14,1 años para recuperar su inversión.
La trampa parecería ser que, al final, la mayoría terminará indefectiblemente endeudada y sin la posibilidad de optar por un trabajo rentable en el mediano plazo. Incluidas las universidades públicas. Que hoy son deficitarias y no pueden cubrir sus costos mínimos para operar por la constante caída de registro de matrículas, año contra año.
Mientras en Argentina y Uruguay se mantiene todavía el principio de gratuidad de la universidad pública, en otros países como Chile y Colombia han aumentado sus tarifas. Por lo que el sueño de la universidad va cada vez más aparejado con la necesidad de endeudarse para pagar matrículas.
Si a este contexto complejo le sumamos la irrupción agresiva de la Inteligencia Artificial (IA), que para muchos sustituirá cientos de profesiones, el panorama es muy desalentador.
Javier Medrano es periodista y cientista político.