Se ha dicho (y lo ha demostrado Carlos Hugo Molina varias veces en sus análisis y propuestas) que el turismo podría ser para Bolivia una industria rentable y de excelencia, pero esa posibilidad se hace cada vez más remota por un factor negativo determinante: los bolivianos.
Por un lado, la incapacidad de hacer las cosas bien, con honestidad, dedicación y buena organización. Por otro, la nulidad de las políticas públicas en el sector de la “industria sin chimeneas”. Además, la convulsión permanente del país, que puede no tener la dimensión de la violencia sangrienta de México o Guatemala, pero que de manera irritante corroe cotidianamente cualquier posibilidad de construir: bloqueos de caminos y ciudades, avasallamientos de emprendimientos turísticos (quema de domos en el salar de Uyuni), deforestación y minería salvaje que amenaza lugares patrimoniales (Chiquitanía) o espacios de diversidad natural privilegiados (Madidi).
Nuestras ciudades son cloacas abiertas (La Paz es un ejemplo), con basurales incontrolables, un cablerío insoportable que afea el panorama urbano, construcciones de ladrillo visto que nunca revocan y pintan para no pagar los impuestos que corresponde, tráfico insoportable (la policía ausente y corrupta), ausencia absoluta de planificación urbana y de visión de futuro.
En esas condiciones, Bolivia no es un “gran” destino turístico como se nos quiere hacer creer, y el turismo de alpargatas que llega gota a gota representa una fracción mínima de los ingresos nacionales, cuando podría ser uno de los tres principales rubros del Producto Interno Bruto.
Un reciente viaje por tierra hasta Arequipa, invitado para dar un taller de cine, me permitió constatar una vez más la precariedad de nuestros servicios comparados con el país vecino. Y no solo la precariedad, sino también la corrupción del contrabando.
Les cuento. Aunque había comprado el boleto en una flota que supuestamente era “la mejor”, con confortables asientos tipo cama, aire acondicionado y otras ventajas, en el momento de embarcar me subieron sin mayor explicación a un bus de otra empresa, Trans Salvador, que no contaba con las ventajas ofrecidas (WiFi, entre otras), pero sí con un baño maloliente y cochino.
El bus con destino final Puno paró en la aduana y migración binacional en Desaguadero (que funciona bien gracias a los peruanos), y apenas pasar la frontera se detuvo junto a una gasolinera, para ordeñar el combustible, a vista y paciencia de los pasajeros que parecían ya acostumbrados a esas artimañas corruptas. El mismo carburante que le compramos a Perú a un precio tres veces más alto y que se vende en Bolivia subvencionado, era traficado de regreso a Perú en un autobús de pasajeros de la empresa Trans Salvador (cuya placa tengo registrada) que probablemente tenía un doble tanque. No creo estar revelando nada nuevo, es seguro que las autoridades fronterizas lo saben, pero son cómplices.
Viajar en cualquier “flota” boliviana significa, además de lo que acabo de contar, que el chófer hará múltiples paradas no autorizadas, para recoger pasajeros en el camino y cobrar sin darles factura. Los choferes son, ya se sabe, corruptos.
Las empresas de buses de Perú y Bolivia se diferencian como el día y la noche. Ya en Puno abordé un bus de Transportes Zolórzano con destino a Arequipa: impecable, cómodo, con asientos cama verdaderamente reclinables.
De regreso, una semana después, usé los servicios de Cruz del Sur, la mejor empresa peruana, que presta un servicio impecable y sale puntualmente como anuncia. Su mostrador en Arequipa es como el de un aeropuerto, con sala de espera y personal uniformado. Ofrece comodidad y seguridad, y el viaje hasta Puno fue placentero, directo, sin una sola parada en el camino. Una empresa en serio, no la porquería que tenemos en Bolivia.
Pero de Puno a La Paz, otra vez la pesadilla de la empresa boliviana Trans Salvador (la única que hace el trayecto por Desaguadero a esa hora), cuyo autobús llegó con dos horas de retraso desde Cusco, y ni siquiera entró a la Terminal de Puno, por algún sospechoso motivo que sólo el chófer conoce. Los tres pasajeros que debíamos abordar en Puno tuvimos que tomar un taxi para alcanzar al bus, aunque esto parezca surrealista. Llovía copiosamente y el asiento que “teóricamente” me habían asignado estaba ya ocupado, de modo que tuve que sentarme en otro que tenía una gotera que en pocos minutos me mojó la cabeza, el pantalón y todo el asiento. Un parche de tela adhesiva mal colocado no impedía que el agua fluyera.
Antes de pasar la frontera el bus paró para bajar varias cargas de limones… Luego de pasar la frontera estaban “por milagro” las mismas cargas de limones listas para subir de nuevo en la flota Trans Salvador. El contrabando sin disimulo, hace lo que le viene en gana.
No hay a quién quejarse, nadie sanciona a las empresas infractoras, ODECO no sirve para nada, es una burocracia inútil. ¿Por qué no se autoriza a Cruz del Sur o a Zolórzano que presten servicio transfronterizo hasta La Paz? ¿Por qué somos rehenes de las mafias del transporte?
El bonito sueño de vivir del turismo no se puede hacer realidad mientras prevalezca el engaño, la trampa y la desidia. En la base está la ausencia de una educación de calidad y la normalización de la corrupción en toda nuestra sociedad.
@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta