Educar
se asemeja a cocinar. Para preparar un buen plato se necesita conocer la
receta, tener los ingredientes, saber combinarlos y, lo más difícil, ponerle
una pizca de creatividad e innovación.
De la misma manera, una buena educación implica un conocimiento accesible, que está al alcance de todos gracias a internet, un relacionamiento amplio, que hoy se obtiene a través de las redes sociales, pero, sobre todo, una alta capacidad de pensamiento crítico, lo más complejo y desafiante.
Uno de los grandes físicos del siglo XX, Richard Feynmann, lo expresó de manera inmejorable: “El problema no es que la gente carezca de educación. El problema es que las personas están lo suficientemente educadas para creer lo que se les ha enseñado, pero no están lo suficientemente educadas para cuestionar cómo ni qué se les ha enseñado”.
¡Enseñar y aprender a dudar!, ahí está el gran desafío de la educación integral. No es un caso que los regímenes más autoritarios carezcan de un sólido pensamiento crítico de gran parte de su población. Las consecuencias de esa realidad educativa se notan en la facilidad con que ciertas sociedades creen cualquier fake news que aparece, sin darse el trabajo de dudar y verificar la noticia. De una forma más sofisticada, eso explica porque hay sociedades que destacan por desarrollar tecnología más que ciencia.
La educación en Bolivia es pobre en muchos aspectos – tal vez en infraestructura e incentivos menos que en el pasado- pero, si en algo muestra su miseria, es en pensamiento crítico. Indudablemente el sometimiento de las voluntades durante la colonia no ayudó a desarrollar esa destreza, aunque sospecho que tampoco las sociedades ancestrales, clasistas y piramidales, la fomentaban, facilitando así la Conquista.
Las recientes elecciones han mostrado la polarización del voto urbano y rural -de eso no hay duda- pero ese hecho sigue esperando una explicación convincente. Se ha mencionado la “captura” de los votantes rurales por el sistema sindical que se apoya eficazmente en “usos y costumbres” para condicionar el voto, mediante identificación étnica, clientelismo o coerción social.
Ambas tácticas pueden funcionar en comunidades aisladas y reducidas, pero no alcanzan para dar cuenta del voto de las periferias urbanas, donde otros “usos y costumbres”, como los de orden ético, se han diluido con la inmersión en la cultura urbana y donde las amenazas han perdido en gran medida su eficacia. Podríamos hablar, a ese respecto, de sociedades “urbaruralizadas” donde varios resabios de la educación recibida determinan la conducta social. Exactamente lo mismo sucede con las clases medias y altas, que sienten la “obligación” de simpatizar con ciertos grupos por el solo hecho de combatir al “enemigo común”. Una vez más, defensa étnica y coerción social son los atributos que, eslóganes de por medio, remplazan al pensamiento crítico.
En otro nivel, el pensamiento crítico es reemplazado por el espíritu de pertenencia a las “multinacionales” de la política. Es una alineación que lleva, por ejemplo, a calificar de “golpista” al gobierno de J. Añez, a pesar de haber mantenido en vigor (masoquistamente) todas las instituciones del Estado, pero que legitima al gobierno de N. Maduro, no obstante haber anulado (sádicamente) todos los contrapesos.
Un buen comienzo de la ansiada reconciliación sería anteponer el pensamiento crítico (que da la ciencia) a la lealtad (que exige la ideología).
Por si fuera poco, al pensamiento crítico en la educación se le ha colocado el bozal de las clases y seminarios virtuales, que se parecen siempre más a las clases de cocina por la tele donde todo plato sale perfecto, sin que se pueda comprobar olores y sabores.
Francesco Zaratti es físico.