A fines de la década de 1970 y primeros años de la década de 1980, el cine en formato Súper 8 estaba en boga por varias razones.
La primera es que por primera vez aparecía en el mercado de consumo familiar un formato de cine accesible y de bajo costo: una cámara pequeña que se sostenía en la mano, con un casete de película reversible de tres minutos de duración que se insertaba fácilmente y contaba con una pista para la grabación de sonido. Esto significaba un salto cualitativo tan importante como en su momento fue el uso profesional de las cámaras en 16mm, durante la Segunda Guerra Mundial (aunque el formato había sido creado en 1923).
Hoy es difícil de imaginar lo complejo que era hacer en 1980 cine independiente sin recursos, porque cualquier celular de media gama puede producir magníficas imágenes (y la IA lo hace sin necesidad de cámara), pero en aquel tiempo no sólo no existía la telefonía celular, sino que tampoco había computadoras personales ni procesos de digitalización de la imagen. Esto lo recordarán quienes tienen más de 50 años de edad, pero para los más jóvenes sonará a ciencia ficción al revés.
En esos años el competidor más cercano del cine Súper 8 (heredero del 8 mm y del 9 mm) era el video, pero no el que conocemos ahora, sino el analógico (magnético), que ofrecía imágenes de precaria calidad que se iban deteriorando al desmagnetizarse a medida que pasaba el tiempo y seguía girando la tierra. Todavía hoy las imágenes filmadas en Súper 8 son de mejor calidad y muchas de las filmadas en video se han desvanecido.
El Súper 8 era un formato tan apreciado que incluso cineastas profesionales de Estados Unidos o de Europa lo usaban para hacer producciones de bajo costo. Tuve en mis años de estudiante en París mi primera cámara Súper 8, aunque en la escuela de cine no faltaban cámaras profesionales en 35mm y en 16mm. Con esa cámara filmé no sólo imágenes de la familia, sino también otras que atesoro, por ejemplo un breve encuentro con Julio Cortázar o una visita en Houston a don José María Velasco Maidana.
En América Latina el formato entró con fuerza y al poco tiempo empezaron a realizarse festivales de cine Súper 8 en México (propiciados por mi amigo Rafael Rebollar, en la Filmoteca de la UNAM) y en Venezuela (Julio Neri, Carlos Castillo), pero también en Canadá (Toronto y Montréal), Bruselas, Túnez, entre otros lugares. La red internacional de entusiastas cineastas y promotores del cine Súper se reunía en el circuito festivalero dos o tres veces por año. Asociaciones culturales y universidades financiaban nuestros traslados, alojamiento y comida, y nosotros llegábamos con nuestras películas bajo el brazo.
En ese circuito uno de los más jóvenes era el rosarino Mario Piazza, que destacó con una producción que había realizado con mucho amor y dedicación: A bordo de un carrito (1981), que años después crecería en otro documental, Madres con ruedas (2006) sobre las mujeres en sillas de ruedas, a partir de la experiencia de su propia compañera de vida, Mónica Chirife.
Podríamos decir que luego de algunos cortos humorísticos y experimentales, como El hombre de acero (1976), Sueño para un oficinista (1977), Historia de un pintor (1980) o Savoy (1980), Mario entró al cine por la puerta de su sensibilidad social que mantuvo a lo largo de las siguientes tres décadas y proyectos como Papá gringo (1983), La escuela de la señorita Olga (1991), Cachilo, el poeta de los muros (1999), El pionero olvidado (2000) y Acha Acha Cucaracha: Cucaño ataca otra vez (2017). No fue una producción abundante, porque Mario dedicaba tiempo de calidad a cada película independiente que realizaba, y no tenía ninguna prisa en terminarla. Al morir a los 67 años de edad el pasado 23 de mayo, dejó inconclusa El sombrero de Greca, y Araldo, cineasta obrero, postergadas por la enfermedad que lo aquejó en sus últimos años.
En el mediometraje La escuela de la señorita Olga (1991) Piazza realizó un homenaje y reivindicación histórica, a través de testimonios, antiguas fotos y filmaciones, de Olga Cossettini, directora durante 15 años de la escuela primaria Gabriel Carrasco, quien en el barrio de Alberdi (Rosario, Argentina) aplicó nociones avanzadas de educación y pedagogía. “Barrio, paisaje y escuela vivían en una armoniosa fraternidad”, afirma su hermana Leticia. Ya adultos, sus ex alumnos recuerdan esos años de educación que transformaron sus vidas y los hicieron mejores personas. Una de ellas recuerda que el primer día de clases la actividad principal fue “observar el cielo celeste”, de alguna manera lo que hizo Mario Piazza en su humanismo comprometido, con una pequeña cámara en mano.
Cachilo (el nombre de un gorrión urbano) es el retrato del “croto”, linyera, grafitero y poeta Alberto Fontanares, o Alberto Ortiz Montané, ex empleado del servicio postal que decidió dar un giro a su vida, vivió durante doce años en las calles de Rosario escribiendo en las paredes versos y mensajes que hacían reflexionar a los pasantes, hasta convertirse en un personaje mítico y apreciado por todos.
En 1983 Mario filmó en Bogotá un cortometraje sobre Ward Bentley, un estadounidense jubilado que recorría la ciudad asistiendo con medicinas y sobre todo cariño a niños de la calle, los “gamines”, quienes afectuosamente lo bautizaron “Papá Gringo”. En dos años de trabajo con esos niños, sufrió la muerte de 16 de ellos.
Acha Acha Cucaracha cuenta la historia de Cucaño, un grupo de arte alternativo que se desarrolló entre 1979 y 1982. Treinta y cinco años después, ya cincuentones, reivindican aquellas acciones y persisten en la brecha, cada cual a su manera.
Las obras de Mario se hicieron con muy pocos medios y por ello algunas parecen precarias y pequeñas en su factura técnica, pero son muy grandes en su contenido.
A menos que la memoria me traicione, no volvimos a vernos desde la década de 1980 pero mantuvimos contacto esporádico por correo electrónico hasta el año 2017, cuando me anunció el estreno de su película más reciente: “¿En qué gélidas alturas estarás ahora? ¿Québec? Se me ha pasado si informaste tu última mudanza. Quería comentarte yo que en seis días, el jueves 20, se estrenará en el marco del Bafici, Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente, mi nuevo film, el documental Acha Acha Cucaracha: Cucaño ataca otra vez, que espero que alguna vez tengas ocasión de ver. Quedo pendiente también de que me recomiendes posibilidades para su difusión, siempre recordando aquel dato que oportunamente me pasaste y que nos posibilitó conseguir el apoyo de la Unesco para hacer el film que hicimos con mi siempre amada Mónica, Madres con ruedas”.
@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta