Sí, creo que es el lugar que más me gusta de México. Conocí Oaxaca cuando era estudiante, en un viaje fundador, recorriendo mis 22 años. Me tomé un retrato, acompañado de una columna en el magnífico Museo de las Culturas, al lado del Templo de Santo Domingo. Me conmueve la sencillez inocente de esa imagen: la camisa suelta, el cabello largo recogido por la espalda, delgado, mirando al horizonte. Todo empezaba.
Hace unos días volví a la magia oaxaqueña, pero ahora fui a la fiesta San Andrés Solaga, guiado por una amiga socióloga que ahí nació. Aprendí tanto. Resumo. Es un pequeño pueblo enclavado en la montaña a tres horas de camino en auto desde la ciudad de Oaxaca. Se pasa por asfalto y terracería, árboles y puentes, cascadas y derrumbes. Hay pocos habitantes, unas quinientas personas.
Para pertenecer a la comunidad, que tiene escasas jerarquías y poca desigualdad, hay que participar en múltiples funciones, empezando por ayudante de policía, y proseguir por variadas opciones de colaboración (limpieza, cocina, música, educación, deportes). El destino colectivo se define en la asamblea, en la que tienen derecho de participar con voz y voto los comunarios que han cumplido las tareas de pertenencia. La presidencia municipal es rotativa, elegida en la asamblea, dura solamente un año, lo que no permite la acumulación de capital político en unas manos.
Tuve la suerte de estar en el día de la fiesta, que es la celebración más importante del pueblo. Las tareas están bien repartidas: unos se encargan de la comida, otros arman los escenarios, algunos coordinan la “quema del castillo”, etc. Todos disfrutan, todos participan, todos comen y beben gratis.
Los espectáculos son una deliciosa concentración cultural-deportiva de distintas dimensiones. Hay tres bandas muy profesionales, de unas veinte personas cada una, que no dejan de tocar turnándose la responsabilidad. La música no para. Ocho toros permiten el jaripeo toda la tarde. En una cancha contigua, se lleva a cabo un campeonato de baloncesto con los equipos de la región. En el atrio de la iglesia uno grupo de bailarines danzan ataviados con vestidos tradicionales. En la noche, viene un grupo de cumbia para que siga el baile.
Mucha gente migró. Hay tres comunidades afuera del pueblo en las cuales pueden participar los andresinos que salieron. Se encuentran en la ciudad de Oaxaca, en Ciudad de México y en Los Ángeles (Estados Unidos). Las tres mantienen vínculos, se envía dinero, comparten información y viajes, y realizan múltiples intercambios. Lo que sucede en San Andrés es transmitido en línea por redes sociales, así que desde Los Ángeles o desde Ciudad de México, todos participan en una comunidad virtualmente conectada.
En San Andrés se habla zapoteco, aunque el tema de la lengua es complejo. La generación que ahora tiene entre sesenta y setenta años (por cierto, la familia que me recibe me cuenta que de ocho hermanos, cuatro viven en ciudad de Oaxaca y cuatro en Los Ángeles), vivió represalias lingüísticas severas. Se los castigaba con golpes, dinero o gritos si utilizaban su lengua. Una de las reprimendas más duras era escribir quinientas veces en un cuaderno: “no debo hablar zapoteco”. Por cuestiones estratégicas, ese grupo etario no enseño a sus hijos su lengua, por lo que los jóvenes sólo entienden zapoteco pero no lo hablan. Son hispanoparlantes, y muchos –en especial los que viven en EEUU– saben mejor inglés que español.
En fin, tengo pendiente escribir un ensayo sobre la manera de encarar la política, la salud, el poder, el saber, la educación en esas comunidades, lo que algunos autores han llamado la “comunalidad”. Cuando uno mira tanto deterioro político y social, cuando el consumo nos consume –como diría Moulian–, cuando la violencia nos arrincona, asusta y deprime, tal vez tengamos que buscar salidas en esas formas de vida que guardan tanta sabiduría, acaso una ruta para convivir mejor.
Volví de San Andrés Solaga y tuve que hacer una escala en la ciudad de Oaxaca. Visité nuevamente el Museo de las Culturas, posé en la misma columna que ahí me esperaba, tan firme como hace tres décadas. Me tomé otro retrato, ahora con mi hija, mi cabello corto y cano, con esperanza y renovada fe en que las cosas pueden ser de otro modo.
Hugo José Suárez, investigador de la UNAM, es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.