Y aunque en esas circunstancias no haya alternativas simples ni puras, igual cabe preguntar quién es el jinete y quién el caballo en la alianza de Guaidó y los halcones de Washington. Me suena a que el asesor nacional de seguridad estadounidense, John Bolton, guarda más primicias en su Twitter que Guaidó en sus arengas. Y con Bolton vuelve la memoria menos amorosa de las relaciones de Estados Unidos con la región.
Respecto de la diplomacia nacional, intriga cómo ésta se contenta con ser una filial del gobierno bolivariano, remachada por la jubilosa visita del Presidente a Caracas, justo cuando las papas queman. Con símbolos del tamaño de un viaje presidencial, se ilustra la renuncia oficial a jugar un papel internacional propio. Ni siquiera uno que, ¡ay!, fuera ladinamente favorable a Maduro.
Ocupar el furgón de cola del régimen venezolano significa que para el Gobierno siempre es bueno lo que definan el acorralado sucesor de Chávez y sus compadres cubanos. Es un sugestivo corolario de nuestra historia que hace décadas partiéramos tomando nota de las lecciones internacionales de los norteamericanos, para acabar recibiendo con fervor las del Caribe.
Los efectos se muestran en episodios como el de hace días. Nadie supo bien a qué fue el canciller a la reunión de Montevideo con el Grupo de Contacto organizado por la Unión Europea. Y eso que varios de sus miembros lanzaron antes ultimátums a Maduro para que se comportara (sin que nadie lo creyera de verdad). La negativa nacional a firmar –fuimos a charlar nomás– la declaración de Montevideo fue un barquinazo menos notorio por la compañía de México. Nada como un padrino para salvar la cara.
Para ser justos, tampoco es sólo la diplomacia local la que está a merced de las incómodas exigencias de un mundo polarizado. Estados Unidos, el Grupo de Lima, un trozo de la Unión Europea y la oposición nacional reconocen a Guaidó como gobernante. Y se comprende, pero para remover a Maduro, no en una mirada realista del mundo y sus crudezas.
Reconociendo a Guaidó, es más fácil privarle a Maduro del control de los activos contantes de Venezuela en Estados Unidos, redoblando la presión en su contra. Le sirve además a Trump para argüir que sus amenazas militares tendrían visos de consentimiento venezolano. A falta de Consejo de Seguridad, no está mal Guaidó; aunque todos sepan que una incursión militar en serio a Venezuela implicaría costos que no se miden por la acidez de las bravatas.
Pero fuera de los deseos, el reconocimiento de Guaidó como gobernante hace que chirríe, por políticamente incorrecta, la simple pregunta de quién gobierna Venezuela en los prosaicos hechos. Una respuesta franca está más al alcance del que padece los quehaceres del señor Maduro en Caracas o Barinas, que de un buen segmento de la ilustrada diplomacia. La postura de ésta es como negar que Bashar al-Assad impera en Siria, brutal como es.
Por odiosos que sean muchos regímenes en el mundo, el test es si tienen o no aún el control del país. Por eso la mayoría de la diplomacia occidental reza que Maduro se desnuque pronto. Si no ocurre, quedarán mejor parados, para lo que sirva, los que no reconocen a Guaidó, aun a costa de su popularidad y del enfado de la audiencia mayoritaria.
Es un pasmoso signo de estos tiempos que solo entre piruetas se oiga decir las cosas por su nombre. Es que en temas tan espinosos, escrutar los hechos en público es arriesgarse a que te asocien con Maduro o Trump, y eso sin aludir a Putin.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.