Por eso, lo importante sobre el artículo del ministro es lo
que éste no ha mencionado y que es lo que en realidad preocupa más, no solo
porque pone en riesgo los avances sociales que el propio ministro señala, sino
también porque lo que obvia el ministro son cosas de las que él mismo es
responsable y que, hoy por hoy, se constituyen en las principales amenazas para
la economía boliviana.
En primer lugar, Arce obvia, de manera muy evidente, el preocupante déficit fiscal que arrastra Bolivia, hoy el más alto de Sudamérica y que en total, en los últimos cuatro años, sobrepasa los 12.000 millones de dólares. Sólo en 2018, el hueco fiscal fue de más de 3.200 millones de dólares, el más alto de la historia de Bolivia, mientras para este año se cree que será de 3.500 millones de dólares.
Tampoco menciona el déficit comercial, que entre enero de 2015 y marzo de 2019 suma 4.476 millones de dólares, o sea que hay un promedio de mil millones de dólares más de importaciones que exportaciones cada año. De nuevo, estas son las cifras (negativas) más altas de la historia, con el agravante de que ya no sólo están relacionadas a la caída de los precios, sino que ahora están explicadas por declives en los volúmenes de las exportaciones. Tanto es así, que hace unos días Mauricio Medinaceli, uno de los mejores expertos en hidrocarburos del país, calculaba que se necesitaría al menos un precio de 127 dólares por barril de petróleo para compensar la caída en los volúmenes de las exportaciones de gas.
En tercer lugar, olvida decir que desde diciembre de 2014 (cuando
teníamos 15.084 millones de Reservas Internacionales Netas), hasta el 13 de
septiembre de este año, hemos perdido más de 7.244 millones de dólares éstas,
es decir, una reducción promedio de más de 1.500 millones de dólares anuales.
Este enorme ritmo en la caída de las RIN está explicado por el déficit
comercial, pero también por los préstamos que le exigen las empresas públicas y
el gobierno al Banco Central.
Ahora bien, más allá de los olvidos en lo macroeconómico, Arce no dice que, según
el FMI, al que cita como referencia de apoyo a su modelo, Bolivia sigue siendo
la economía más informal de la región (por decir lo menos), con un poco más del
45% del total de la misma, en 2015, moviéndose en el ámbito informal. Efectivamente
es una reducción respecto a los datos de 2005, pero lo que el ministro omite
decir es que en cuanto al empleo se puede ver que al menos siete de cada 10
trabajadores no tienen hoy un trabajo en el que se cumplan todas las
condiciones de ley.
En lo “redistributivo” se hace énfasis en los bonos, sin embargo, hay que
contextualizar esta afirmación para saber si es correcta o no. En total, los
bonos representan un poco más de 500 millones de dólares al año, mientras que
las remesas de trabajadores bolivianos que se van del país, a pesar de los
extraordinarios resultados que dice el ministro que existen, superan en
promedio, desde 2006, los 1.000 millones de dólares por año. Las familias bolivianas
reciben más por la vía de sus expatriados que por los resultados del modelo.
Finalmente, sostiene que se ha reducido la pobreza, lo que es cierto, pero no
se menciona que la pobreza a la que se refiere es la que se mide por ingresos, la
medida más básica de todas. Si medimos la pobreza de una manera más
sofisticada, tomando en cuenta, por ejemplo, las brechas de ingreso, la calidad
del empleo, el nivel de cumplimiento de los derechos, la calidad de la
vivienda, etc. la pobreza en Bolivia supera el 60% (recomiendo leer el reciente
estudio del CEDLA).
En resumen: el secreto del modelo no es otro que las rentas (en nuestro caso, la gasífera). Si no hay rentas, no queda otra que el endeudamiento. Los resultados del modelo son, ciertamente el crecimiento, pero de sostenibilidad cuestionable, tanto en el ámbito económico como medioambiental. Más empleo, sí, pero en su mayoría precario y vulnerable y cada vez mayores asimetrías sectoriales y regionales.
José Gabriel Espinoza es economista.