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Articulista Invitado | 29/07/2020

Necesitamos un nuevo apoyo al ingreso familiar

José Gabriel Espinoza
José Gabriel Espinoza

La pandemia ha obligado a prácticamente todos los gobiernos del mundo a emprender masivos programas de rescate para las empresas, así como una expansión de las medidas de protección y asistencia social como respuesta a la fuerte caída de ingresos que han experimentado las familias. Gran parte de estos programas de asistencia social están concentrados en transferencias monetarias directas y no condicionadas, o en otras palabras: bonos.

En las economías de altos ingresos, estas transferencias han sido diseñadas bajo esquemas de rentas básicas universales, destinadas a cubrir el consumo mínimo necesario para superar el umbral de la pobreza y con un carácter temporal de entre 6 y 18 meses. Las estimaciones del PNUD sostienen que los países más ricos, que ya cuentan con fuertes redes de protección social, economías más desarrolladas y mercados laborales mucho más flexibles, destinarán más de 500 mil millones de dólares a estos programas.

Ahora bien, en el caso boliviano, la primera ronda de bonos ha representado una transferencia directa de 660 millones de dólares a las familias, otorgados al inicio de la crisis sanitaria. Sin embargo, y en la medida que la pandemia se ha ido extendiendo en el tiempo, es claro que las condiciones de empleo e ingresos de los hogares no se han recuperado a los niveles anteriores a la pandemia, e incluso, en muchos casos, amenazan con deteriorarse de manera sostenida en los próximos meses.

Hay que tomar en cuenta que en Bolivia, a diferencia de muchos países de la región, durante los últimos 15 años la política económica nunca priorizó el desarrollo del empleo digno, por lo que casi el 80% de los trabajadores siguen trabajando dentro del mercado informal, sin seguros o redes de protección social ante eventos como el que estamos viviendo.

Peor aún, 23% de esos trabajadores, además de estar en el mercado informal, registraban ingresos diarios, lo que significa que incluso desde el primer día de la cuarentena uno de cada cuatro trabajadores ya registraba un estrés en sus ingresos. Si se suma a todos los trabajadores que tienen ingresos diarios, semanales o quincenales y que se encuentran en el mercado informal, la cifra alcanza al 40% del total.

En este punto se podría sostener que la apertura de la economía ha permitido que, al menos en algunas regiones, se pueda volver a trabajar y por lo tanto la situación sea un poco mejor a la que planteamos en los párrafos anteriores, sin embargo, eso es cierto sólo en parte. El último dato del mercado laboral (a junio de 2020) muestra que el desempleo se encuentra en el orden del 9,6% de la población económicamente activa (PEA), aunque más de un 11% de la PEA que tiene empleo sostiene que todavía no ha podido volver al trabajo. En total, estamos hablando de casi un 21% de trabajadores que han perdido o no pueden retornar a su fuente laboral.

Para la gran mayoría de los trabajadores que han podido volver al empleo la situación no es mucho mejor, ya que al estar aún restringidas muchas actividades, horarios y capacidades (piense por ejemplo en el caso del transporte público), aunque las jornadas laborales sean iguales o mayores a las que solían enfrentar antes de la pandemia, los ingresos se han visto considerablemente reducidos.

De hecho, en promedio, los ingresos laborales mensuales de todos los trabajadores, antes de la pandemia, sumaban aproximadamente 9.824 millones de bolivianos, cifra que entre abril y mayo cayó a cerca de 3.000 millones y que para junio se recupera, pero sólo hasta llegar a los 4.903 millones de bolivianos (un 50% menos que lo usual).

Evidentemente la economía que hemos heredado no nos permite pensar en programas de transferencias de la duración y cobertura que aplican los países ricos, pero en ausencia de redes de seguridad, la caída repentina de los ingresos de las familias puede persistir mucho más allá del final de la crisis sanitaria, por lo que es necesario evitar no solo la caída del consumo, sino también la descapitalización de los hogares más pobres, que en momentos como este tienden a vender los pocos activos con los que cuentan para compensar la reducción de ingresos.

Al margen de las consideraciones políticas que históricamente ha despertado la otorgación de un bono, este es un momento sin precedentes para la economía de las familias, y dada la alta incertidumbre y el avance, todavía acelerado, de la pandemia, es claro que son urgentes acciones de mitigación sin precedentes. Para lograr esto, los recursos externos son sumamente necesarios.

José Gabriel Espinoza es economista, director del Banco Central de Bolivia.



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